LA VOCACIÓN MÍNIMA
Haciendo una síntesis breve, podemos decir que nuestra vocación "mínima" es una llamada a contemplar en la oración y a imitar en la vida el anonadamiento del Verbo, su kénosis, su despojarse de todo, su humillarse haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz, como el apóstol lo presenta en la Epístola a los Filipenses. San Francisco de Paula, nuestro Fundador, profundamente impresionado por la humillación del Hijo de Dios, e intensamente enamorado de este Amor, abrazó para sí como meta de su vida el humillarse junto con su Redentor. Iluminado por este misterio, quiso llamarse "mínimo" y "mínimo de los mínimos" y su familia espiritual "Orden de los Mínimos", para prolongar en el tiempo, en la propia persona, la Kénosis del Verbo, y mantener siempre vivo en la Iglesia el testimonio de este inefable misterio de despojo y humillación. Nuestra espiritualidad consiste en encarnar en nuestra vida esta experiencia personal de Jesús con todo lo que ella exige y comporta. Necesariamente requiere despojarse de todas las cosas, renunciar a sí mismo y a la propia voluntad, el amor a la pobreza y a la sencillez evangélica, buscando siempre el sacrificio de sí mismo, en un estilo de vida pobre y humilde que conlleva esta exigencia evangélica. En nuestra vida todo se concreta alrededor de dos carismas fundamentales que acompañan nuestra vocación: el carisma de la vida contemplativa claustral y el carisma de la vida cuaresmal. Por otra parte, la vida de clausura se justifica por sí misma.¿Por qué? Porque amar a Cristo y con Él y por Él alabar y glorificar al Padre, es una finalidad suficientemente noble y grande para dar sentido a toda una vida. ¿O no merece Dios que una criatura suya le dedique todo su tiempo, sus fuerzas y sus capacidades, todo su vivir? Así, la contemplativa se siente llamada a encarnar en la propia existencia la dimensión más profunda y más íntima de la Iglesia : su alianza esponsal con Cristo. Significa abandonarse, como María, a la acción del Espíritu de Dios, sin ningún cálculo y ninguna pretensión de controlar lo que el Espíritu quiera hacer en nosotros y a través nuestro.
EL CARISMA DE VIDA CUARESMAL
El carisma propio de nuestra Orden religiosa es profesar “una mayor penitencia” denominada de "vida cuaresmal", y es para nosotras objeto de un cuarto voto específico que la Iglesia le ha reconocido al Fundador y que pronunciamos junto a los otros tres votos comunes a los demás Institutos, en el acto mismo de la profesión monástica. Consiste, en sustancia, en orientar la totalidad de la vida como una prolongada Cuaresma, en espera de la Pascua eterna a la que Dios nos llama. En consecuencia, deben ser subrayados los elementos bíblico-espiritual-litúrgicos que son propios del período cuaresmal, y que podemos resumir en el tradicional tríptico: ayuno-oración-caridad, tanto en la dimensión de la espiritualidad como de la ascesis concreta. Evidentemente, el asumir tal empeño bajo el vínculo sagrado de un voto solemne y en el hecho mismo de una profesión de vida religiosa, nos señala la alta tensión cristocentrica que lo inspira, y que la motivación profunda no es otra sino la de vivir como Jesús, con Jesús y para Jesús. Es decir, desde el momento de nuestra profesión claustral, (muerte mística), y hasta el momento del tránsito a la Casa del Padre, (muerte física), nos empeñamos en vivir con radicalidad nuestra vida "escondida con Cristo en Dios", hasta la realización plena de nuestra "pascua", (de aquí incluso la denominación "cuaresmal"). En la búsqueda de una conformación cada vez más plena con la Persona de Cristo y con su Misterio, en lucha abierta contra el pecado en todas sus manifestaciones, abrazamos esta integridad de vida como forma concreta de unirnos cotidianamente al Sacrificio de la Cruz por la salvación del mundo. La "vida cuaresmal" es para nosotras, vivir día tras día, el ofrecimiento hecho con Cristo en el momento de la profesión. En la fórmula de la profesión nosotras nos comprometemos a "seguir a Cristo Crucificado toda la vida". Tal vez sea inútil subrayar que todo se desarrolla a través de los gestos simples, pobres y pequeños de la vida cotidiana. En nuestra vida Mínima no hay absolutamente nada grande, salvo el amor que se necesita para llevarlo a la vida. Todo es, y tiene que ser, "mínimo", y es precisamente en la pobreza y pequeñez de la vivencia de cada día donde se requiere la donación de sí misma hasta consumar la totalidad del sacrificio.
La vida comunitaria La característica de la comunidad mínima en cuanto tal, es la alegría de la comunión fraterna, que se vive en profunda abertura de los corazones, buscando formar "un corazón solo y un alma sola" y la austeridad de vida, elegida y amada como elemento fundamental de nuestra respuesta a Dios. La vida fraterna se desarrolla así en la sencillez y en la mutua confianza. La vida de comunidad se centra principalmente en la Eucaristía, tanto en la Celebración Eucarística como en la adoración al Santísimo en Exposición mayor a lo largo del día, adorado por turno de las hermanas. A su vez, gira alrededor de la celebración comunitaria completa de las siete Horas litúrgicas, con los otros momentos también comunitarios de oración y la meditación personal en silencio, de dos horas al día. Nuestro clima comunitario es “de silencio para dar mayor ocasión de orar”. Se exceptúa los momentos de encuentro comunitario por la formación o el diálogo y una hora al día de expansión alegre entre las hermanas, siempre en común. Nuestra vida fraterna está marcada por la oración y el trabajo monástico siempre en común.
EL CARISMA DE VIDA CLAUSTRAL
La profesión de vida claustral significa vivir solamente para Dios y estar con El siempre, introducirse profundamente en el misterio pascual de Cristo, vivir de un modo particular su anonadamiento, "morir" con Él y por Él, asociando nuestro ofrecimiento a su ofrenda al Padre, para vivir ya solamente de Él una vida "escondida con Cristo en Dios", anticipo de la vida resucitada en cuánto es posible a nuestra dimensión temporal. La vida de clausura es muy fecunda para la Iglesia , con una fecundidad misteriosa que no se puede palpar. Se compara a la eficacia del sacramento eucarístico, donde, después del sacrificio, la presencia de Jesús, ya resucitado, es inmensamente fecunda para la Iglesia aunque Él ya no realiza ninguna acción directa. Así, después de nuestra consagración, unida al Sacrificio de Cristo, nuestra presencia en el pueblo de Dios es misteriosa y aunque no se vea, es profundamente eficaz, porque va precedido del sacrificio íntegro de la propia vida. En efecto, no hay amor más grande que dar la vida… Por eso "morir" a todo con el fin de vivir solamente para amar "escondida con Cristo en Dios", es la máxima donación que podemos ofrecer para ayudar a los hermanos y acercarlos a la salvación.
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