Francisco Martolilla nació en Paula, diócesis de Cosenza, Italia, el 27 de marzo de 1416, de Giacomo Martolilla y Viena de Fuscaldo, esposos de profunda vida cristiana que le transmitieron a este hijo, nacido después de largos años de matrimonio, el sentido de la fe, enseñándole desde la más tierna edad la práctica del bien y de las virtudes.
Acostumbrado así desde la niñez al trato asiduo con Dios en la oración y en el entorno familiar sobrio y piadoso, dotado de un carácter fuerte y de una voluntad férrea; impulsivo y enérgico al mismo tiempo que extremadamente sensible a los valores del bien y la verdad, quedó pronto fascinado por el encanto de lo sobrenatural y atraído de modo irresistible por el amor divino que se manifestó ante todo en la obra de la Redención.
Su espíritu, intuitivo y penetrante, no se dejaba arrebatar por la superficialidad de las cosas, sino que descubría y penetraba en lo más profundo de su esencia. Y así comprendió bien pronto que su respuesta a un Dios crucificado por amor del hombre, no podía ser otra que la aceptación plena de su mensaje, en la más total disponibilidad.
Fue así como, todavía adolescente, pero ya inflamado por el fuego del amor divino, se sintió cuestionado de modo particularmente fuerte por las desviaciones morales de su época, que - y no raramente - también afectaron de manera harto grave a las personas y las instituciones eclesiásticas, y comenzó a alimentar en su corazón el propósito de entregar su propia existencia a la causa de Jesús, aceptando como proyecto de vida el Evangelio con toda su radicalidad y pureza, y alineándose en las filas del Maestro para llevar adelante, bajo su guía, la instauración universal del Reino.
Se trataba de una opción totalitaria y definitiva mediante la cual afirmaba la primacía absoluta de Dios sobre sí mismo y sobre toda realidad creada; opción que él, inspirado por el Espíritu, intentó expresar en la elección de la vida eremítica, ya que su único deseo fue de vivir solamente para Dios, a imitación de Jesucristo, en un ininterrumpido diálogo con Él, libre de todo vínculo terreno para entregar su vida por la salvación de los hermanos, como hizo Jesús.
Encauzando, por lo tanto, hacia la vida espiritual el carácter ardiente y la enorme riqueza pasional heredadas de su tierra y de su gente, Francisco se impuso a sí mismo una fuerte disciplina ascética que asombraba a sus contemporáneos y que continúa aún hoy asombrando a los hombres de nuestro tiempo; disciplina, que en él era fruto y manifestación de su amor a Jesús Crucificado a la vez que medio para avivar y enardecer cada vez más ese mismo amor.
A ésta su personal vocación, Francisco de Paula supo permanecer siempre fiel, también en los momentos de mayor dificultad; y fue precisamente a causa de tal fidelidad que no titubeó en asumir la especial misión que Dios le habría confiado al convertirlo en padre de una nueva familia religiosa, logrando armonizar perfectamente la misión pública de hacer resurgir en la Iglesia los valores de la penitencia evangélica y el estilo de la Cuaresma, con su primera vocación de solitario sediento de Dios.
Vivió, pues, abismado en su desierto interior, logrando desarrollar al mismo tiempo una múltiple actividad exterior como fundador y superior general de su orden religiosa, embajador del Papa y consejero del rey de Francia. Todo y siempre lejos de toda sombra de vanidad o de cualquier tipo de interés temporal, centrado y absorto en la contemplación del misterio divino.
Nos hubiera gustado conocer más pormenores de la vida interior de nuestro fundador, pero Él custodió siempre celosamente bajo el velo del silencio su intimidad y su conocimiento de las realidades celestes. Y no sólo esto, se diría que el mismo Dios colaboraba con su siervo en este empeño de encubrir a los ojos de los hombres las maravillas que el Espíritu obraba en él.
En efecto, son verdaderamente escasas, aunque magníficas, las noticias que nos han sido transmitidas respecto a su oración, y éstas son o bien conocidas accidentalmente o porque fue expiado por quienes dudaban de la autenticidad de su vida.
Junto a ellas, las declaraciones de los testigos en los procesos para su canonización, nos han transmitido el recuerdo de algunas de las admonestaciones que el Santo Penitente les dirigía a sus religiosos, como también a las personas que lo buscaban suplicándole algún prodigio: son ráfagas ardientes que hacen entrever un poco la grandeza de su espíritu, cuya profundidad apenas llegamos a sospechar.
Lo poco que podemos rastrear de él, nos revela el fundamento de su experiencia espiritual: su decidido empeño de radicalidad evangélica en todos los sentidos y a todos los niveles. Para él las realidades de la fe eran las únicas que poseían un valor absoluto, y el amor constituía la fuerza invencible para superar toda clase de dificultad: "A quien ama a Dios todo es posible", solía decir, y por consiguiente se encontraba siempre con la misma serenidad, fruto de su inquebrantable confianza en el amor divino.
Por tanto actuaba con la misma sencillez sea en trabajar el huerto de su convento, como en el tender su capa sobre las olas para atravesar el mar; lo mismo ocurría sea en volver a la vida a un muerto o en sanar una enfermedad incurable, como en lavar con sus propias manos la ropa de los hermanos; idéntico, sea en el salir de su celda después de largos días absortos en contemplación, como en acoger cariñosamente a quién acudía a él para pedirle una palabra de alivio.
Todos veían en él al hombre de Dios, al gran penitente, que vivía en continua oración, despegado de los bienes terrenos, siempre dispuesto a hacer el bien, compasivo ante el sufrimiento ajeno, capaz de dirigir a todos una palabra de alivio, y de amar a todos con una caridad ardiente y eficaz.
Con su modo de actuar, coherente con sus propias convicciones en todo momento, Francisco de Paula aparecía, sin pretenderlo, como valeroso defensor de la justicia, junto a los que no tenían derechos y estaban oprimidos por los gravámenes que superaban sus posibilidades; por su vida integérrima, penitente vino a ser comparado a un nuevo Juan Bautista, contrastaba fuertemente con la inmoralidad dominante a todos los niveles de la vida social; su elección de "minimez" no podía por menos cuestionar a un siglo marcado por el lujo, la soberbia y el orgullo, que desembocaron en el desprecio de los demás y en la crueldad.
Ninguna maravilla, pues, si la figura y el ejemplo del ermitaño calabrés lograran atraer la mirada esperanzada y la devoción sincera de sus contemporáneos. Muchos de los cuales en efecto supieron descubrir en Francisco de Paula la encarnación del ideal evangélico que constituía la base de los movimientos de reforma tan numerosos en la Iglesia al final del 1500.
Fácilmente comprensibles también son el atractivo y el gran poder moralizante que ejerció sobre cuantos, procedentes de cualquier clase social, escucharon sus invitaciones a la conversión o tuvieron acceso a sus ejemplos de caridad.
Su misión en la Iglesia, al igual que el Bautista, fue la de profeta del Evangelio, por lo tanto de la conversión y de la penitencia, que son las únicas puertas que le abren al hombre el acceso a la verdad. Si el Papa Julio II definió su Regla como "luz para iluminar a los penitentes en la Iglesia", parece lícito llamarle a él mismo "maestro" de vida penitencial.
Tal magisterio espiritual, Francisco comenzó a ejercerlo enseguida después haberse retirado al desierto, ya que fueron muchos los que, atraídos por su fama de santidad, acudieron a él para conseguir su consejo y consuelo. Comenzó pues a institucionalizarse a los pocos años, cuando otros ermitaños pidieron unirse a él para aprender su modo de vida, eligiéndolo como padre y guía espiritual. No podemos fijar con seguridad cuál es la fecha en que se incorporaron a Francisco sus primeros discípulos. Algunos biógrafos han señalado 1435, cuando el "padre" tenía unos 20 años de edad.
Desde aquel momento, el pequeño grupo conoció un desarrollo insospechado, se expandió providencialmente más allá de la Calabria nativa, a naciones lejanas, y se formó una Congregación de ermitaños que llegará a convertirse más tarde en una orden religiosa con las tres ramas correspondientes: masculina, femenina y el movimiento secular, hasta que el 28 de julio de 1506, el Papa Julio II sancionó definitivamente para cada rama su correspondiente versión de la "Vida y Regla" de fray Francisco de Paula, poniendo así punto final, al proceso de institucionalización del Movimiento.
El 28 de julio de 1506 señaló por tanto la cumbre más alta para el magisterio espiritual de Francisco. La Iglesia lo reconoció solemnemente Padre y Guía espiritual de religiosos y seculares, y abrió al mismo tiempo para su obra una dimensión nueva, la del monaquismo femenino, declarando su Regla adecuada para conducir también esta nueva forma de vida a la más alta perfección.
El Patriarca de Paula vio así perpetuarse las dos dimensiones integrantes de su experiencia personal. Si su primera inspiración fue la vida solitaria y penitente para dedicarse mejor a la contemplación, y si después, tras nueva inspiración divina, tuvo que abandonar materialmente el desierto para ocuparse de la salvación de los hermanos, la aprobación pontificia garantizó la autenticidad de una y otra inspiración, la fidelidad de una y otra respuesta.
En el futuro, los frailes de su Orden, esencialmente contemplativos, se tuvieron que ocupar, por exigencia de la caridad unida a la penitencia y la contemplación, de llevar la salvación a los hombres, enseñándoles el camino de la conversión; sus monjas, apartadas del mundo, debían vivir en el desierto de la clausura su vida penitente, totalmente inmersas en Dios, contribuyendo de modo eficaz a la obra de la Redención y dando perennidad a su primera vocación y a la forma de vida que incansablemente llevó adelante y vivió con inquebrantable fidelidad.
Traducción de “Dove la carne”, Sor Mª Ángeles Martín, Convento de Paola
|