A LA LUZ DEL DÍA
La jornada de la Mínima con todas las ocupaciones que vuelven a ritmar cotidianamente su vida monástica, se resumen así: pero sigámosla a punta pies.
Se levanta rápida, al toque de la primera campana, de madrugada. Alguien la espera: Jesús, su Esposo, por el cual lo ha dejado todo y lo ha seguido. Ahora, en su Casa, le canta las divinas alabanzas e implora gracia y misericordia para sí y para todos los hermanos cercanos y lejanos, que inician su dura jornada.
Después de los Laudes litúrgicos se recoge en silenciosa oración, la oración del corazón y la atención amorosa, en preparación a la comunión con Jesús en la celebración eucarística. Cada día Él la invita a su divino banquete para nutrirla de Sí y darle fuerza y ánimos para su misión cotidiana.
La pobreza abrazada por su amor la llama, luego, a unirse a cuantos se ganan el pan con el sudor de la frente. También ella obedece a esta común ley, pero su trabajo - costura, bordado, confección de paramentos sagrados, quehaceres domésticos, etcétera - no le impide de quedar unida a Dios, en la atmósfera de silencio que envuelve, en el monasterio, todas las cosas. Y mientras las manos se mueven con prontitud, el corazón no deja de amar, de alabar, de interceder, de reparar y de agradecer... Se le ve en el rostro sereno y extendido, en la mirada abierta sobre el infinito, en la sonrisa fraterna que le florece sobre los labios al acercarse una hermana necesitada de su colaboración profesional.
Pero... también la Mínima toma su alimento diario, para restablecer sus fuerzas, pero propias del régimen cuaresmal. (Mt 3, 8).
¿Y luego? Luego viene el tiempo libre. ¿Hay un bonito sol en jardín? Ella se encuentra allá, entre los caminos orillados de plantas floridas. Observa, arregla, saca la hierba que las está ahogando... ¡Cuánto le hablan del Creador! Las flores más bonitas serán para Él, delante del tabernáculo, como oferta del amor de su corazón enamorado. Luego se recoge en su celda y allí lee o medita, y descansa... hasta que un nuevo toque de campana la invita a volver a Jesús para la alabanza postmeridiana y de su corazón filial nace, férvida y piadosa, la oración del rosario a la dulce Virgen del Amor Hermoso, la Madre de todas, que parece sonreír a cada una con su bendición.
Otra campanada y... ¿que sucede? La quietud y el silencio que reinaba por todas partes en el monasterio, vienen temporalmente suspendidos: un zumbido de voces, primero sumisas, después más vivarachas, mixtas a cantos o a excoriar de sonrisas..., ¡y es el recreo! Sí, se necesita también esto. Es el momento de más intensa fraternidad, en el cual se piensa, se habla, se sonríe con todas. Hay cosas que decir o que escuchar y todo se comparte con todas y de corazón. ¡Como es bonito que las hermanas vivan unidas!
Otro toque y todas vuelven silenciosas y recogidas al propio trabajo o oficio. ¡Pero siempre están unidas! Es la caridad de Cristo que no deja de unirlas en un corazón solo y un alma sola.
Por la tarde encontramos de nuevo a la Mínima en el coro, para cantar en Vísperas, su agradecimiento a Dios por las alegrías y las eventuales penas del día ya pasado: también en nombre de todos los hermanos y hermanas que están en el mundo.
En fin, silenciosa, se retira en su celda a recibir el merecido descanso. Pero si el cuerpo duerme, el corazón vela: ¡vela de amor por Jesús su Esposo!
|