EN BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Me gustaría que en este pequeño testimonio que doy lo vierais como un homenaje o acción de gracias a Dios por la vida humana que me dio por medio de mis padres y sobre todo por la vida divina que recibí de Dios por medio del bautismo, por haber nacido en una familia cristiana y por haber sido hecha hija de la Iglesia. Creo que la vida del hombre es una búsqueda de la felicidad, o sea del Amor y Dios -nos dice San Juan en su Evangelio- es amor. El hombre ha sido hecho principalmente para amar. Es la sustancia de la que está hecho, es su tejido más hondo y, como decía San Agustín, inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti. El hombre puede amar en la medida en que participa de Dios, pues como decíamos, Dios es Amor. En mi vida me sitúo entre los que han sido encontrados por Dios, como el hijo pródigo del que habla el Evangelio o como la oveja perdida a quien Dios encuentra o como el que encuentra el tesoro escondido la perla preciosa, y lo vende todo a cambio. A través de mi experiencia como cristiana y sobre todo desde los años vividos como religiosa, como Monja Mínima cerca del Señor, he podido comprobar que lo más grande para un hombre, lo mejor que le puede pasar es que se encuentre con Dios, o mejor, que se deje encontrar por El. Pienso que la felicidad del hombre está en el encuentro con Dios y que Dios busca continuamente el encuentro personal con el corazón del hombre. Está como mirando por la ventana para ver si vuelve su hijo pródigo, al que ama entrañablemente, hasta el punto de entregar a su Hijo único a la muerte por todos nosotros. Dios me ha regalado dentro de la Iglesia, la misión la interceder por el mundo como orante, como contemplativa, para que el hombre descubra que ha sido amado por Dios hasta el extremo y, sobre todo para que conozca a Jesucristo como redentor del hombre, que ha venido a salvarle. Ahora os ofrezco mi pequeño testimonio para que todo hombre pueda encontrarse, como yo me he encontrado, con el Dios que nos ama y que es Amor y solamente desea que éste sea feliz. A mis doce o trece años, jugando con las amigas, solíamos preguntarnos y decirnos unas a otras cual sería nuestra ilusión en la vida: la de casarnos, tener hijos, ser médico, enfermera, etc. yo me preguntaba que en la vida tenía que haber algo más importante que todo eso. Pues yo me decía: sí, todo eso está bien, pero toda una vida dedicada a sólo eso y luego se acaba todo…. No, tiene que haber algo más. Y sin saber cómo, buscaba algo más. Hasta los 16 años casi 17 apenas salía de casa. Solamente me gustaba hacer deporte, ir a la sierra, al río, al campo. La naturaleza me encantaba. A los 17 años comencé a hacer atletismo y un día de los que íbamos a entrenar acompañada por otra amiga, nos encontramos cerrado el campo. Entonces pensamos en saltarnos la reja para poder entrenar. Yo fui a saltar la primera y resultó que me cogí a una farola –pintada del mismo color que la reja- que era de alta tensión. Noté como me atraía la electricidad, me quedé pegada y cuanto más tiraba para desprenderme más me atraía. Sentí que entraba como en un túnel oscuro. Al comienzo había como una pequeña luz, y notaba que se iba apagando, tuve la sensación de que me moría. Pasó por mi mente como la película de toda mi vida con detalles… pero también sentía con mucha fuerza que no podía morir, pues empecé a preguntarme qué había hecho de positivo y me salía responder: no he hecho nada que merezca la pena, sobre todo, no he amado. No he gastado mi vida en amar. Y me salía decir: Señor, estoy segura de que no muero, de que esto es una prueba en mi vida para que cambie y comience a vivir de verdad. Experimentaba como que me había encontrado de alguna manera con la verdad. Mientras tanto, no quería pedir socorro pues comprendía que mi amiga correría el mismo peligro que yo. Transcurrieron segundos y la amiga que me acompañaba dándose cuenta de lo que sucedía, vino a socorrerme. Ella me contó después que como llevaba zuecos de madera me golpeó con el pie y la farola me dio una sacudida, caí al suelo y perdí un momento el conocimiento. Después de lo sucedido me encontraba cambiada. Todo me daba igual y mi único deseo era encontrar la verdad. Digo esto porque en los pocos meses que salía con estas amigas a mí me parecía que ese ambiente no era bueno, pues era un poco liberal. Yo me preguntaba continuamente dónde está la verdad y decía a estas amigas que nuestro ambiente no era bueno y que no estábamos en la verdad. Ellas me respondían que era un ambiente normal de jóvenes. Pero yo seguía continuamente preguntándome: ¡si alguien me dijera dónde está la verdad...! A los pocos meses un día en mi casa reflexionando dónde estaba la verdad cogí un libro de la biblioteca al azar resultando ser la Biblia, lo abrí también al azar y me salió por San Pablo a los Corintios donde dice: “ni los adúlteros, ni los borrachos... heredarán el reino de los cielos” entonces un poco asustada me respondí a mí misma: aquí está la verdad. Al rato me levanté de nuevo y volví a abrirla al azar y me salió el mismo texto. Entonces me puse a escribir lo que yo sentía en ese momento: “Hace un día cálido, alegre y desenfadado. Parece como si todo viviente se hubiese puesto de acuerdo para romper con esa barrera de la monotonía y de la tristeza. Hoy por primera vez en mi vida necesito y quiero escribir lo que siento, pero me es tan difícil que a pesar de mis tremendas ganas no sé si podré expresar lo que siento. Tengo miedo, miedo de sacar ante mí algo tan oculto, tan profundo, no sé, me da miedo escucharme, es como si la unión de todo mi ser quisiese hablar. Además casi me encuentro incapaz de expresarme pues es como si mi auténtico yo, mi corazón y la unión de todo mi ser, quisiera sublevarse contra mí. Hoy de pronto me siento otra, esa persona con la que siempre soñé, en mi ansiedad, en mi locura en la incertidumbre de la noche y en la soledad del día. Siento un no sé qué, como si me hubiesen robado algo y al mismo tiempo ese algo me hubiese devuelto todo, como si a mi cuerpo le hubiesen dado la savia para seguir viviendo y a mi espíritu la verdad de la vida y la falsedad de las cosas. Siento de pronto que necesito decir las cosas, sentirlas antes de hacerlas, que alguien me escuche, sí como si mi cuerpo y mi espíritu ya no pertenecieran a mí sola, como si mi planta ya no se conformase con el agua sino que necesitase la ayuda de un jardinero, el cuidado de unas manos y de una mente que entiende la belleza, la vida, la felicidad, la mentira, la verdad de las cosas. Noto que no me conformo con mi soledad y con mi tristeza sino que necesito esa doble soledad y tristeza que a la vez se funden en ese sosiego, en esa felicidad, en esa maravillosa realidad, en ese sueño tan perfecto pero tan difícil de tocar. La sangre me brota como a un manantial el agua que de pronto nace, sí nace y se da cuenta de que ha despertado, de que necesita correr por esos valles y sendas. Se da cuenta de que su deseo de correr es posible porque su naturaleza es fuerte, sus raíces son grandes, el agua que contiene es abundante. Se da cuenta que puede llegar allí donde se lo proponga porque sus raíces son inmensas, pero también se da cuenta de que su experiencia es débil y de que no debe precipitarse porque además todavía tiene mucho que descubrir, tiene mucho tiempo por delante. Piensa que su necesidad es grande y que debe cumplirla y también piensa: si corro demasiado puedo quedarme en la oscuridad, en la incertidumbre, en la desesperación, en la soledad de la tierra, en la oscuridad de una noche inmensa, en la imposibilidad de volver a correr. Siento que me falta algo, no sé, algo que para mí en estos momentos es savia, es el verdor de un árbol, es la flor de un rosal, es el aletear de un pájaro, la brisa del mar, la tranquilidad de la noche, la belleza de un atardecer, la armonía de un amanecer, el movimiento de las olas, el sonido del agua”. A los pocos meses me invitaron un grupo de chicas a una reunión donde se juntaban a hablar de los problemas de la juventud y sobre todo de Dios. Allí descubrí que lo que yo buscaba en mi vida era ser cristiana en plenitud. Sentía dentro de mí que mi vocación era algo que estaba en la tierra, pero que era del cielo y que había muy pocas personas que la tenían; que estaba muy oculta y que era una vocación que no hacía falta ningún talento especial sino solamente saber amar. Por entonces eran los días de Semana Santa y estaba viendo en la televisión, una película de la Pasión del Señor. Al verla me dije a mí misma: me gustaría ser seguidora de Jesús, discípula suya. El Viernes Santo subí a un cerro con una amiga y una vez allí empecé a pensar: dicen que Dios Padre ha creado el mundo, que Jesús, su Hijo, nos ha redimido, entonces sentí dentro de mí un fuerte deseo de conocer a Jesús y me dije interiormente: Dios mío, enséñame, descúbreme quién es Jesús, no me bajo de aquí sin que me descubras quién es Jesús, porque yo quiero ser discípula suya. Hubo un momento que sentí la presencia de Jesús a mi lado y -no sé cómo- sentí que ya lo conocía y era de los suyos. Estuvimos allí más de una hora. Con el tiempo comprendí que aquello que yo había experimentado, era hacer oración. Cuando bajé de allí me encontré con esta amiga y otras en un pub, y me encontraba cambiada, todo me daba igual, nada me llenaba, todo me parecía vacío y sentía dentro de mí un deseo grande de buscar, o mejor de encontrar, lo que buscaba. Unos cuatro meses después me invitaron a ir a Santo Domingo de Silos (Burgos) a unas convivencias misioneras donde participaban más de dos mil jóvenes de varios países y misioneros de todo el mundo. Alguien me dijo que me vendría muy bien ir porque allí encontraría mucha luz. Yo estaba muy contenta y sentía dentro de mí que allí descubriría lo que buscaba y que era algo con relación a Dios pero me decía para mí: sacerdotes, para hombres, religiosa no me gusta, ¿pues qué será? Cuando llegamos a Silos, lo primero de todo sentí deseos de confesarme. Después vi a una religiosa, Hija de la Caridad, en la que encontré algo especial que me llamó la atención. En ella veía algo de Dios y pensé: ¡cuánto me gustaría hablar con esa persona! Cuando organizaron los grupos le dije a una joven de mi grupo: he visto a una religiosa que me gustaría mucho hablar con ella. Me contestó: que era imposible saber cuál era entre tantas. Dentro de los trabajos que había en los campamentos me tocó repartir la comida y me di cuenta que a esta religiosa le había tocada recoger la comida. Se lo dije a esta amiga y después de comer me dice: mira, esa religiosa con la que te gustaría hablar te está esperando debajo de aquel nogal. Estuve hablando con ella y le conté lo que yo sentía y me dijo: que era la llamada de Dios, la vocación a la vida religiosa, pero que no sabía si se trataba de vida activa o de vida contemplativa. Yo no sabía qué era eso de vida contemplativa y por la noche en la tienda de campaña me preguntaba: ¿qué será lo que Dios quiere para mí? ¿será ser misionera? El primer día del campamento me apunté al grupo de misioneros pero enseguida me di cuenta que no era eso lo mío, deseaba entregarme a Dios pero haciendo el bien de otra manera, no dentro del ajetreo, sino más bien desde lo oculto. En Silos estuvimos cinco días. El primer día por la tarde participé en la Eucaristía. Como por la mañana había confesado tenía grandes deseos de recibir la Eucaristía. Recuerdo que desde ese momento percibía que había encontrado lo que buscaba, pero que me faltaba saber el sitio concreto, me sentía feliz, era como si se me hubiese caído un peso de encima, me sentía libre. Había sido tocada por la felicidad que buscaba. Dios había salido a mi encuentro y era feliz. El mundo me parecía maravilloso y comencé a ver todo de otra manera, todo tenía sentido: Dios me amaba. Durante estos cinco días me repetía a mí misma: tengo que encontrar el sitio antes de irme. Era un fuerte deseo dentro de mí y algo me decía que antes de llegar a mi casa lo encontraría. Comencé a hablar con otros sacerdotes y misioneras y todos me decían que tenía vocación, pero que no veían claro que fuera de vida activa, que a lo mejor era vida contemplativa. Yo no podía dormir preguntándome qué sería. El último día me dije: bueno, nos vamos y no he encontrado lo que busco, pero me repetía: lo he de encontrar antes de llegar. Ya en el autocar, al llegar a Madrid, me acordé de que hacía unos años mi madre me había dicho que tenía una prima que era monja, de unas que no salían y que era muy feliz. Y sentí dentro de mí: ¡esas van a ser! Cuando llegamos a mi casa empecé a ir todos los días a misa temprano, rezaba el rosario y apenas salía. Mi madre me decía que me habían hecho un lavado de cerebro y comenzó a estar molesta y enfadada conmigo. A los pocos días le dije a mi tía me llevase a ver a su prima. Al llegar al convento de las Monjas Mínimas de Daimiel, me encontré la portería cerrada y mi tía me dijo: vámonos. Yo le contesté que no me iba sin ver a las monjas, pero como no había timbre teníamos que marcharnos. Al comenzar a andar me volví y al llegar al pretil de la iglesia volví la cabeza junto a la ventana de la capilla de Sor Consuelo, que estaba abierta, me asomé y vi a dos monjas, las llamé y se acercaron, mi tía les dijo que era su sobrina que tenía vocación y las quería conocer. Resultó que una de las monjas era la prima de mi madre. Fueron a preguntarle a la Madre Superiora si podía recibirme, volvió y me dijo que pasase al locutorio. Al entrar sentí: ¡este es el sito que busco! Comencé a hablar con la Madre y a contarle lo que sentía, ella me dijo que tenía vocación de vida contemplativa pero que debía descubrir cuál era el sitio. Estábamos a 26 de agosto y a primeros de septiembre le dije a la Madre si podía ingresar en el convento, a lo que me contestó que convenía un conocimiento mutuo, por tanto que podría estar un año fuera pensándolo y después lo decidiera. Pero ante el gran deseo que experimentaba le pregunté si a ella personalmente le parecía mal que entrase. Me dijo que no. Entonces le pedí exponerlo a Comunidad y aceptaron que entrase. Y fijé la fecha para el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada. A medida que se iba acercando la fecha de mi entrada en el monasterio la duda y el miedo hacia lo desconocido me asaltaban de una manera cada vez más fuerte. Unos no entendían mi decisión y me llamaban loca, otros egoísta y los menos decían que era desperdiciar mi vida. Cuando pensaba en la separación definitiva de mi familia el corazón me sangraba y hubiera dado cualquier cosa con tal de no hacerles sufrir. Mi madre me decía si no la quería, y mis hermanos tampoco lo comprendían. Pero la fuerza de la vocación me hacía comprender que la renuncia a mi familia era por un amor superior, el suyo. Y he podido comprobar que desde aquel mismo momento, este amor se transforma en un amor más fuerte y puro. El mismo Señor nos unió con su amor para no separarnos jamás y, de alguna manera, han participado del don de mi vocación. Hoy puedo decir que no me equivoqué que era mi sitio, porque gracias a Dios El me mostró el camino, pues a quien busca de verdad a Dios El le sale al encuentro, porque El nunca falla y si somos fieles experimentamos que El quiere siempre la felicidad del hombre y se la muestra al que la busca de verdad. Pienso que Dios es el verdadero protagonista de la historia del hombre y que el hombre es algo precioso a los ojos de Dios, es su tesoro al cual busca ávidamente porque como decía San Ireneo “el hombre es la gloria de Dios y Dios la gloria del hombre”. Se podría decir que Dios necesita al hombre para volcar en él su amor, no porque el hombre dé nada a Dios, sino porque Dios es amor y el amor es darse. En mi vida he encontrado un tesoro y desde la clausura cada día lo ofrezco y me ofrezco junto con Jesús para que todo hombre se abra al amor de Dios. Sor Mª Teresa de la Cruz
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