Dios se había cruzado en mi camino
No es fácil explicar la dimensión de un deseo, como no es fácil explicar la armonía de la belleza, la intensidad del gozo o la profundidad de la paz Cuando comencé a tomar conciencia de mí misma como persona, percibí dentro de mí un vacío interior que necesitaba llenar. Sentía la necesidad de una plenitud, y la buscaba en una razón que diese sentido a mi existencia. Hasta los dieciséis años, mi vida era como la de cualquier adolescente de mi misma edad, sin embargo todo lo que satisfacía a los amigos y amigas con los que me relacionaba, no sólo no saciaba mis deseos, sino que los hacía aún mayores. No conociendo otras formas de vida, pensaba que mi camino sería el matrimonio, pero a veces me peguntaba si en el amor de una persona encontraría aquello que yo buscaba. Aunque en el camino de Dios no existe la casualidad, para mí fue entonces aparentemente casual la primera visita al monasterio de las Mínimas de Daimiel, el pueblo en el que había nacido y vivía. Es difícil expresar lo que para mí supuso aquella visita, pero puedo afirmar que en un momento comprendí donde estaba la fuente capaz de apagar mi sed. En un momento descubrí la fuente del gozo, de la paz y de la felicidad. Me di entonces cuenta que para mí todo había cambiado, que ya no podía ser igual: Dios se había cruzado en mi camino y yo había decidido seguirlo. Los tres años que siguieron fueron de un trato cada vez más estrecho con la comunidad, al mismo tiempo que continuaba mis estudios. A los diecinueve años ingresé en el Monasterio. Desde el primer día tuve la convicción de haber encontrado el centro de mi vida. El tiempo de formación fue para mí, como para cualquier novicia o profesa, fundamental. A mis ojos cada día se abría un horizonte con el que a medida que lo descubría me sentía más identificada. Pero había algo que era y es para mí fuente de un gran gozo interior: saber que la vida de la Mínima, tiene con fin principal el realizar en un modo absoluto y total el primer mandamiento: “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt. 6,4) Por eso ella deja todo lo que se pueda impedir su unión plena y total con Dios. Inicia así una existencia en la que todo gira entorno a El; su pensar, su querer y su actuar. Dios se convierte de este modo en el único objeto de su contemplación, capaz de transformar con la fuerza de su verdad las fibras más íntimas de su ser. A la luz de su presencia viva e iluminadora, el mundo queda relativizado, no por desprecio de las cosas en sí mismas, sino porque adquieren entonces su verdadera proporción y ocupan, en consecuencia su verdadero lugar. La pobreza adquiere aquí su sentido más profundo. Cuando se ha comprendido que Dios es el valor absoluto, el desprendimiento surge como algo natural e incluso como una necesidad vital. La conciencia de la posesión de cualquier bien, suscita inevitablemente dentro de nosotros una reacción o gozo o de temor, que aumenta en la medido en que este bien es más íntimo, más personal, impidiendo que la unión con Dios sea vivida con toda intensidad, de aquí nace la exigencia de eliminar todo lo que de un modo o de otro pueda obstaculizarla. Por eso puede afirmarse que un corazón despojado, desprendido de todo, es al mismo tiempo un corazón sereno, silencioso, porque ninguna voz se levanta en su interior. La alegría auténtica e íntima nace, de lo más profundo de su ser y la paz y el equilibrio germinan como fruto espontáneo. Después de doce años de vida religiosa el en seno de la Familia Mínima, puedo afirmar que mis deseos se ven cada día más cumplidos, más realizados. Todos los elementos que forman parte de esta sencilla vida, hacen más real, más palpable, más fácil el paso transformante de Dios en nosotros y ayudan a comprender al mismo tiempo que nada es esencial fuera de El. Solo la fuerza penetrante de su presencia es capaz de llenar las regiones más profundas del interior de hombre y calmar las ansias mas escondidas del corazón humano.
M.I.F.
|