La aprobación del Decreto de la heroicidad de las virtudes de Sor Consuelo Utrilla
Lozano es ciertamente un don de Dios, que tiene las características de ser signo de la respuesta de Dios mismo a esta historia de santidad, escrita por las Monjas que, siguiendo el ejemplo del gran penitente calabrés Francisco de Paula, han emprendido el seguimiento de Cristo con generosidad, con radicalidad, con constancia.
Una santidad cultivada en el silencio del claustro; una santidad con la insignia de la humildad y la simplicidad, por ello escondida y sin ruidos; una santidad alimentada por la oración, que ha alcanzado santísimas cumbres de la contemplación; una santidad sellada por la penitencia evangélica, vivida siempre con el deseo de la ‘mayor penitencia’ y marcada por la connotación cuaresmal, tal como debía ser según el proyecto del Fundador San Francisco; una santidad fiel a la Iglesia, ofrecida por ella y vivida siempre con una gran apertura a los problemas del mundo; una santidad buscada con el mismo ardor con que se trata de vivir con plenitud la propia vida; una santidad, por tanto, que no se aleja de la vida cotidiana y que se reviste de los tonos de gozo, de fiesta, de sufrimiento, de ansiedad, de búsqueda, que la vida presenta a cada hombre.
El último exponente de esta historia de santidad es precisamente Sor Consuelo, que vivió bajo la divisa del ideal: quiero ser santa y una santa joven, significando con este adjetivo joven todo su esfuerzo de construir una santidad revestida de los tonos de normalidad de una vida juvenil que tiende toda ella a la alegría de vivir” (Giuseppe Fiorini Morosini, O.M.)
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