Testigos
Datos biográficos
SOR CONSUELO UTRILLA LOZANO
del Inmaculado Corazón de María
Monja Mínima del convento Ntra. Sra. de la Victoria
Daimiel (Ciudad Real - ESPAÑA)
 
 Consuelo Utrilla Lozano -en religión, Sor Consuelo del Inmaculado Corazón de María- nació en Daimiel (Ciudad-Real) ESPAÑA, el día 6 de Septiembre de 1925; hija del Teniente Coronel D. Nemesio Utrilla Fernández-Bermejo y de Dª Sofía Lozano Sevillano.
En sus 31 años de edad y 9 de vida religiosa en el Monasterio de Monjas Mínimas de Daimiel, se dio de lleno a Dios por medio de María. Con Ella trabajó, luchó y se venció a sí misma, siendo una de las virtudes más sobresaliente en ella el desprendimiento de su propia voluntad, hasta lograr permanecer en una santa indiferencia.
Desprendida de todas las cosas de la tierra entregó todos sus bienes materiales y libre de las ataduras terrenas, sin volverse a preocupar de cuanto había dejado, fijó su ilusión en su donación total.
Poseía relevantes virtudes infusas y dones sobrenaturales; gran inclinación a la soledad y al silencio; de corazón noble, caritativo y magnánimo; generoso con el necesitado, humilde y pura de cuerpo y alma; paciente y de gran espíritu sobrenatural.
Abnegada en el propio conocimiento de su nada se reconocía indigna de contarse en el número de sus hermanas. Su sed de humillaciones era insaciable:
No me concede Jesús ser despreciada, como hay tanta caridad en esta santa Casa, no hay ocasiones de hacer méritos”.
Se ingeniaba en aprovechar ocasiones para crecer en la humildad y procuraba escoger los trabajos más costosos. Solía ayudar en la cocina a las Hermanas y provisoras.
A pesar de que era de familia distinguida, se hacía sierva de todas y decía: “He venido a hacer lo que todas, para ser señorita me hubiera quedado en casa...He venido a servir, no a ser servida”.
En su ansia de donación y de desprecio de sí misma, le decía al Señor:
“Jesús mío, todo para Ti y para tu Madre, para mí ser despreciada”. “Yo a Jesús le pido estas dos virtudes: caridad y humildad; no dirá que le pido mucho”.
El lema de la Orden Mínima, Charitas, se lo infundió el Señor en su espíritu con tal vehemencia que su corazón no podía resistir el ver necesidades ajenas sin que buscase el medio para remediarlas aun a costa de sacrificar su bienestar. Desde niña se dedicaba a visitar a los pobres y enfermos socorriéndoles con ropas y alimentos. Ya religiosa, siempre andaba pendiente de socorrer y ayudar a sus hermanas en sus necesidades y trabajos sin admitir le manifestasen agradecimiento alguno. Cuando las religiosas favorecidas por la dote que de ella habían recibido para su ingreso, le dirigían palabras de gratitud, las interrumpía inmediatamente diciendo: “No, a mí no me lo agradezcan, es el Señor quien se lo dio”.
Durante todo el tiempo de su vida religiosa trabajó con denuedo por la adquisición de todas las virtudes; luchó contra sí misma para dominar su notable vehemencia y energía, hasta lograr trocarlas en fuentes de paz y vigor sobrenatural. Era muy notable su naturalidad en el trato con los demás, lo que la hacía atrayente y simpática, ganándose el afecto de cuantos llegaban a conocerla y tratarla.
Con sencillez y naturalidad vivía en  espíritu de mortificación y penitencia. Era muy amante del silencio y la oración siendo su delicia abismarse en Dios. Decía:
“Ni en libros ni en sermones encuentro lo que necesita mi alma; el Espíritu Santo me instruye directamente. Desde luego, no lo merezco pero así es”.
Estando tan bien dispuesta para el sacrificio, se ofreció como víctima para compartir los sufrimientos de Cristo. Y Dios aceptó su ofrenda. Un sarcoma generalizado invadió su organismo. Cuando se le manifestó en la clavícula derecha se la veía radiante de gozo. Después de marcharse el médico se fue al armonium y con aquella alegría extraordinaria que la inundaba, reiteró su entrega al Señor tocando y cantando con su hermosa voz aquella preciosa estrofa:
“Señor, aquí estoy, grano de trigo soy...
 Cuando quieras me puedes moler ...” .
Si desde su ingreso en el convento siempre trabajó por lograr santificarse, durante los dos años de su enfermedad progresó rápidamente.
Durante su enfermedad estaba pendiente de las religiosas que la asistían procurando no darles ningún trabajo, tanto era así, que había casi que adivinarle lo que pudiese necesitar. Al menor cuidado que se le prodigaba se llenaba de agradecimiento manifestándolo en su semblante y en la expresiva mirada de sus ojos.
Su abandono en la Voluntad de Dios y su generosidad en el dolor lo demuestran estas palabras dirigidas a la enfermera, la que pedía en voz alta algún alivio pare su enferma triturada por el dolor: “Déjelo que apriete, para eso es el Amo”.
Sellada con la Cruz de la enfermedad, iba a pasar largos ratos ante Jesús Sacramentado. En los últimos meses de su vida la trasladaban ante la reja del Coro para que asistiese al Santo Sacrificio. Emocionaba ver su recogimiento en el que se adivinaba su inmolación como  hostia pequeñita.
Las largas noches de insomnio las pasaba en continuas o frecuentes jaculatorias y ofrecimientos de sus dolores por las Misiones.
En los últimos días de su vida ofrecía al Señor en voz alta sus dolores por la Federación de la Orden Mínima, por Hungría, por la paz, por el Papa, por los sacerdotes.
Durante las dos temporadas que permaneció en Madrid para la aplicación de la Radioterapia e Isótopos, escribía hermosas cartas que revelaban su total abandono:
“Aquí estoy para hacer la santísima y amable Voluntad de Dios, como y de la manera que a El le plazca”. “Sigan rogando para que se realice lo que sea para mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Yo estoy indiferente para la vida o la muerte ya que vivir no importa, lo importante es gastarse por Cristo”.
Confiaba mucho en las oraciones de sus hermanas y en otra de sus cartas decía:
“No dejen de rogar mucho a la Virgen para que me dé todos los días paciencia y fortaleza”.
Pero lo que más le trituraba no eran los dolores físicos, ni el verse en una clínica lejos de su amado convento; lo que la martirizaba eran las angustias, abandonos y penas interiores que padecía en su alma. Su espíritu angustiado se traslucía por sus ojos que derramaban lagrimas incomprendidas. Sus palabras también lo manifestaban, aunque rarísimas veces. Hablaba así:
“Qué amarga es mi vida física y moralmente, pero no me pesa. Dios es mi Padre y cuando me da esto es porque me conviene. Pida para que no me canse de estar en la cruz”.
Preguntándole un día que era lo que más le hacía padecer, si los dolores físicos o las penas interiores del espíritu, dijo que no podían compararse, que lo que padecía en su alma sólo Dios lo sabía.
Unos días antes de morir dijo: “La hostia está ya sobre la patena sólo falta que el Señor acepte el sacrificio” y en otra ocasión: “No me pesa el haberme ofrecido”.
Nada de la tierra le proporcionaba consuelo, y Dios, parecía la había abandonado, su única esperanza y refugio en estas amargas horas era recurrir a la Virgen, a quien tanto amaba desde niña. En la fuerza del dolor físico y desamparo espiritual, la llamaba con ansia:
“¡Mamá, Mamá mía! y volviéndose hacia su imagen del Inmaculado Corazón de María decía: ¡Vamos! y al preguntarle dónde quería ir, respondía: Al Cielo”.
Su jaculatoria favorita era: “Madre mía, yo tuyísima, Tú miísima”. Cuando no podía hablar pedía dijesen actos de amor y otras jaculatorias que ella repetía en su interior.
Su amor a la Virgen lo demostró hasta el heroísmo rezándole todos los días el santo Rosario con la mayor ternura hasta el día de su muerte, a pesar de que en los últimos días su lengua estaba llena de llagas que le impedían hablar.
En una de sus cartas decía hablando de la Virgen:
“¡Quién pudiera amar a la Virgen! es tan buena, tan buena, Ella se merece todo el amor de los corazones. Yo quiero que el mío muera por su amor”.
Le atormentaba el temor de que no amase a la Virgen, pero al preguntarle si sufría la duda de que su Madre del Cielo hubiese dejado de quererla, respondía plenamente convencida: “No, eso no; la Virgen siempre me ha querido mucho”.
En las festividades de la Virgen solía ir durante el día a tocar el armonium y cantar plegarias en las que se desbordaba su espíritu lleno de filial amor hacia su Madre.
Al aproximarse la fiesta de la Inmaculada, próxima a morir, se la recordaban y al mismo tiempo le hablaban de esa fecha tan hermosa para ir al Cielo, pero en el bajo aprecio que de sí misma tenía decía: “Morir en ese día sería demasiado para mí, no me lo merezco; además cualquier día es bueno para ir al Cielo”.
Recibió dos veces el Sacramento de los Enfermos y el Santísimo Sacramento por Viático.
En la madrugada del 9 de diciembre de 1956 la vieron rezar el santo Rosario, siendo el Ave María las últimas palabras que pronunciaron sus labios. A las 7,15 vieron las religiosas que sonreía; le preguntaron el por qué, pero inclinando la cabeza dulcemente y llena de paz expiró. Ella había deseado tener una muerte con paz a y el Señor se la concedió.
 
Realmente, Sor Consuelo, en su corta vida recorrió un gran camino de santidad.  El 19 enero 1980 fue introducida la Causa de Beatificación, y concluido el proceso diocesano fue enviado a  la Sagrada Congregación el 30 septiembre 1982. Una vez superados los diferentes exámenes de toda la documentación, fue reconocida la heroicidad de sus virtudes por unanimidad y Juan Pablo II promulgó el Decreto sobre sus virtudes heroicas el 15 diciembre de 1994, dándole el título de Venerable.