San Nicolás de Longobardi
San Nicolás Saggio de Longobardi Nació en Longobardi (Cosenza-Italia) el 6 de enero 1650. A los 20 años ingresó como oblato en la Orden de los Mínimos. Siguió el espíritu de penitencia y humildad del Fundador de forma especial. Portero en el convento de San Francisco de Paula en Roma, practicó en grado heroico el amor hacia los pobres. Murió el 2 de febrero 1709. Pío VI lo beatificó el 17 septiembre 1786. En el Consistorio del 12 de junio del 2014 el Papa Francisco hizo pública la fecha de canonización para el 23 de noviembre de 2014 en la Basílica Vaticana de San Pedro.
Reseña biográfica:
Del campo al honor de los altares:
El Beato Nicolás de Longobardi - Oblato profeso de la Orden de los Mínimos - Roma - Cuadernos Mínimos - Postulación General de los Mínimos
El Autor declara que a las gracias y milagros de los cuales se hace referencia en el presente perfil biográfico y espiritual donde no haya ya intervenido el juicio de la Iglesia no entiende dar otra autoridad que la puramente humana.
Presentación
La intención de escribir una biografía de Fray Nicolás de Longobardi, de los Mínimos, la tenía desde hace tiempo.
Este Beato de la fuerte tierra calabresa conquistó mi espíritu desde cuando en el lejano 1939 tuve ocasión de visitar su patria, Longobardi, y de conocer su experiencia de alta mística entrelazada con constante y rígida ascesis cristiana y religiosa.
Solo ahora, aceptando la amable invitación del Superior General me decido a dar a la imprenta el presente perfil con el único intento de hacer conocer más esta gran alma y de difundir su culto.
Este modesto trabajo, contenido en el volumen de “cuadernos mínimos” inaugurados por la Postulación General de la Orden, quiere ser una síntesis de la vida y de las virtudes del Beato. A tal fin he creído necesario basarme en los procesos canónicos calabreses y romanos, ordinarios y apostólicos y en las biografías más acertadas.
Seguro de la benevolencia de los lectores por no haber podido expresar toda la riqueza de este dignísimo seguidor de S. Francisco de Paula, dedico mi trabajo al Beato Nicolás. Quiera él bendecirme y Dios nos conceda poder ver un día su definitiva glorificación en la tierra.
Entre el monte y el mar
Calabria, que fue patria de Cassiodoro de Squillace, Nilo de Rossano, Joaquín de Fiore, Francisco de Paula y otros ilustres por virtud y sabiduría, vio nacer también al Beato Nicolás Saggio, hermano oblato de la Orden de los Mínimos. En Longobardi, en efecto, importante pueblo de la provincia de Cosenza, nació este atleta del espíritu, el 6 de enero de 1650.
Sus padres, Fulvio Saggio y Aurelia Pizzini, sencillos y pobres campesinos, ricos de gracia y de virtud, habían hecho de su casa una iglesia doméstica y de su vida una fiel conducta evangélica.
Nicolás, que desde el bautismo, poco después del nacimiento, tenía los nombres de Juan Bautista Clemente, a su escuela, hechas de ejemplos de vida piadosa, creció con buenas inclinaciones, y acostumbrado al sacrificio. Muy pronto le siguió otro hermanito y tuvieron algunas estrecheces mas. Pero, si en su vida se tiene que hablar de hambre precoz, esta no fue tanto de pan material, aunque la pobreza fue para él antes que una virtud una necesidad, sino de hambre espiritual, más fácil de satisfacer; o sea de oración, de piadoso recogimiento y de pan eucarístico.
Sus testigos y biógrafos no hablan de su primera comunión, pero por la frecuencia y el fervor con que la hacía, podemos deducir el gran deseo que debía de tener en la espera de su primer encuentro con Jesús-Eucaristía, como también su devoción y gozo espiritual en los días siguientes. Tales encuentros eucarísticos fueron muy decisivos para empezar el camino de la perfección. De hecho se volvió más piadoso, recogido, atento a demostrar a Dios su amor con una vida de devoción y de mortificación, además que de exacto cumplimiento de sus pequeños deberes y de servicio hacia el prójimo.
La pobreza de su familia no le permitió frecuentar mas que unos pocos meses la escuela; después tuvo que seguir al padre en el duro trabajo del campo. Y fue a través de esto que se fortaleció en el alma y el cuerpo. Quien estaba junto a él comprobaba su bondad. Los primeros entre todos a recibir sus cuidados y su apostolado fueron sus hermanos menores, Antonio y Nicolás, que él instruía sencillamente, pero con fe auténtica y pura, en las verdades cristianas, animándolos a vivir las virtudes.
Se interesaba también de sus compañeros, que si a las primeras se mostraban desconfiados y hostiles, luego se volvían sus admiradores e imitadores.
El 3 de mayo de 1668, a la edad de 18 años en la misma iglesia que lo había recibido recién nacido, por el bautismo, recibió de su Obispo, Mons. Luis Morales, el sacramento de la confirmación.
Austero consigo mismo, manso y amable con los demás, en el joven Juan Bautista enseguida dio fruto la fuerza renovadora del Espíritu. Rico de gracia y fortalecido por sus dones, se empeñó en seguir y testimoniar a Cristo, con entusiasmo juvenil, siempre más de cerca, en el ejercicio asiduo de las virtudes evangélicas. La pobreza en lugar de mortificarlo lo hacía feliz pudiendo, con ella, asemejarse todavía más al Redentor, que quiso nacer, vivir y morir como verdadero pobre.
A las privaciones de necesidad, comunes entre la gente de su pueblo, unía de su cuenta mortificaciones y ayunos. El viernes y el sábado ayunaba a pan y agua dando su comida a los más pobres. Por la mañana temprano se iba a misa, incluso en los días más crudos de invierno. Esto no le impedía de ayudar a su padre en el trabajo, más bien era el primero a empezarlo y el último a dejarlo.
Nunca lo vieron frecuentar malas compañías. En la calle era edificante ver su comportamiento serio y recogido, ocupándose en rezar el rosario o sumergido en la contemplación de los divinos misterios.
También en los campos, durante las pausas del trabajo, encontraba descanso y gozo recogiéndose en oración bajo los árboles o en otro lugar apartado, mientras sus compañeros consumían su pobre comida o se entretenían en hablar.
Manso y paciente, Juan Bautista soportaba con serenidad cualquier injuria. De buena gana se prestaba a trabajos muy humildes y pesados, feliz de ser útil a los demás. Llegó hasta a llevar cilicios y a flagelarse duramente, para que, domando el cuerpo, el espíritu pudiese elevarse sin obstáculos y avanzar en los caminos de Dios.
Para una entrega más radical
La honestidad de su padre Fulvio y la fe viril de madre Aurelia son para su hijo constantes ejemplos de virtud. Formado en esta escuela doméstica y estimulado interiormente por el Espíritu Santo, él se empeña a estar cada día más disponible para Dios. Así pues, mientras vive una vida de intensa piedad, de fervor y de empeño ascético, advierte en su alma un deseo cada vez más grande de perfección.
La presencia de los Frailes Mínimos en su pueblo de Longobardi y la amistad con estos buenos religiosos frecuentando su iglesia, lo ayudan a madurar en la convicción de que no está hecho para quedarse en el mundo, sino más bien para vivir en el convento, donde podrá avanzar con más seguridad en el camino de la perfección, en la práctica de los consejos evangélicos, en el apostolado y en el humilde servicio hacia los hermanos. Haciendo discernimiento en la oración y con la ayuda de su director espiritual, bien pronto toma la decisión de entrar en la vida religiosa: será mínimo como los seguidores de su gran paisano y taumaturgo S. Francisco de Paula. Pero, ¿cómo hacer para comunicarlo a sus padres? Acaso ¿el amor a los padres, a los hermanos, a los amigos está en contraposición con el amor a Cristo? Él sabe lo que enseña Jesús en el Evangelio: “...Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí”.
Siempre había amado a sus padres viendo en ellos los primeros representantes de Dios; siempre había seguido con alegría sus decisiones, adelantándose a cumplir hasta sus deseos y caminando a la luz de sus ejemplos de honestidad, de rectitud y de intensa vida cristiana; y ahora tenía que ser él mismo el que había de decidir a cerca de su porvenir. ¿Y la gratitud por el amor que sus padres le tenían por ser su primogénito? ¿Y la ayuda que se esperaban especialmente de él en el duro trabajo de campesinos y en la herencia del campo paterno? La invitación interior sin embargo, se hacía cada vez más insistente, por eso decide comunicársela primero a su madre, como a la que mejor que nadie podía entender sus sentimientos. Un día en que se quedó solo con ella le dijo: “Mamá, me tienes que ayudar... Soy ya mayor y deseo realizar lo más pronto posible el sueño de mi vida. Solo tú me puedes ayudar... ¿Quieres decir a papá que me deje libre de ir al convento de Paula para hacerme religioso de S. Francisco?”. La mujer, por muy piadosa y virtuosa que fuese, se quedó asombrada. Sí, ella conocía bien la sincera piedad y la virtud de su hijo, pero nunca había pensado a una separación tan radical. Estimaba a los religiosos, y especialmente los de S. Francisco de Paula, pero que su propio hijo se hiciese uno de ellos... era demasiado. Ella había soñado para su hijo una buena esposa con la que pudiera formar un santo hogar. Había tanto que trabajar en su familia para ir adelante, y además ¿no podía santificarse en su casa? “No, - le dijo decididamente - no es necesario dejar a tu familia, a tus amigos y tu trabajo para servir al Señor, basta que seas bueno allí donde te encuentras. Pero, hablaré igualmente a tu padre, por cierto no para que te deje ir”. Cuando más tarde la familia se reunió delante del fuego para compartir la pobre mesa, Mamá Aurelia abrió la conversación sin esconder su parecer contrario. Juan Bautista esperaba encontrar en su padre la comprensión que no había encontrado en su madre. Pero vanas fueron sus esperanzas. Con tono severo y enojado su papá le dijo: “No veo la necesidad de ir a Paula a hacerte religioso. Aquí, en tu casa, tenemos necesidad de ti, de tu trabajo. En lugar de ir a labrar el huerto de los frailes quédate aquí, en Longobardi, y continúa a labrar nuestro campo conmigo, con tu mamá y con tus hermanos”.
El joven se quedó calladito y triste. La llamada de Dios era para él muy clara y sin sombra de duda, por eso no dejó de confiar en Dios sin perder las esperanzas de obtener el consentimiento y la bendición de sus padres. Así pues algunos días después, mientras se encontraba en el convento de los Mínimos, les habló de la oposición de sus padres y para convencerlos lo más pronto posible les pidió un hábito de la Orden. Se lo dieron y en seguida se lo puso, y así vestido se presentó todo feliz a su mamá. La mujer, más que sorprendida, se enojó, juzgando ya demasiado el atrevimiento de su hijo, y lo reprochó duramente ordenándole quitárselo inmediatamente y no frecuentar nunca jamás el convento.
De mala gana, el joven obedeció, pero en el mismo momento en que se quitó el hábito religioso, se quedó ciego. La pobre mujer, no creyendo a sus ojos, comprendió de haber actuado mal y se hizo intercesora con el esposo para que le concediera el permiso que él había pedido. Así los dos le dieron su consentimiento y en el mismo instante Juan Bautista recobró la vista.
Corrector General de la Orden de los Mínimos era en aquel tiempo el P. Sebastián Quinquet, francés; Corrector provincial en Calabria era el P. Isidoro Averardo de Fuscaldo. A este se dirigió Juan Bautista pidiendo humildemente de vestir el hábito en cualidad de hermano oblato. Lo invitaron a ir al Santuario de Paula, donde el P. Jaime Corba, Corrector local lo admitió al noviciado. Lo acompañaron sus mismos padres. El Corrector al vestirlo del santo hábito le puso el nombre de “Fray Nicolás”.
Para su formación religiosa fue confiado a la guía de P. Juan Paletta de Bonifati, religioso de modesta cultura, pero de gran espíritu religioso, que lo introdujo por los caminos de la ascesis religiosa y lo preparó a recibir los dones de gracia, que lo harán grande en la Iglesia.
Sus progresos evidentes en las virtudes eran motivo de admiración para todos. Muy observante en la disciplina regular, que aprendía del ejemplo vivo de su Padre Maestro, se hizo él mismo modelo viviente en la obediencia, en la pobreza, en el fervor de piedad, de caridad y de mortificación. Nunca se mostraba contrariado por los trabajos que le venían confiados, aunque fuesen humildes y pesados. Siempre disponible y generoso, sirviendo a todos como mejor podía.
Pasado así el año de noviciado, con el consentimiento de los Padres del Santuario, fue admitido a la profesión de los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, comunes a todos los Institutos Religiosos, y del voto especial de los Mínimos, de la vida cuaresmal, que prohíbe por toda la vida el uso de la carne, de los huevos y de todo género de lacticinios y de sus compuestos y derivados.
Como oblato, hizo también la promesa de fidelidad a la Orden, manifestando las limosnas recibidas, como prescribe la Santa Regla.
El “oblato”
La vida de “oblato” Fray Nicolás la empezó, por voluntad de sus Superiores, en Longobardi, donde se quedó dos años (1670-1671), amado y venerado por todos los que le conocían. La iglesia, la celda y el huerto eran los lugares de su actividad, la palestra de sus virtudes, donde siempre se comportaba como hombre de Dios. Después, el P. Juan Carino de Rende, sucedido al P. Averardo en la dirección de la provincia religiosa, en 1672 lo envió al convento de S. Marcos Argentano, donde, habiendo pocos religiosos tuvo que desempeñar diversos oficios, entre ellos el de cocinero y de provisor. Luego fue enviado a Montalto Uffugo, a Cosenza, a Spezzano de la Sila y por último a Paterno Calabro: un año en cada lugar. Su gran docilidad y profunda humildad lo hacían agradable a todos, religiosos y fieles.
Llamado en Paula por el nuevo Corrector Provincial, P. Carlos Santoro, como su “compañero” - el mayor oficio para un fraile oblato - se empeñó todavía más en la ejemplaridad de una vida fervorosa, en la exacta obediencia y prontitud en el desempeño de sus oficios. Durante las “visitas” a los conventos, Fray Nicolás muchas veces dejaba su celda a los religiosos de paso, que venían para encontrarse con su Superior, mientras que él se quedaba en el coro, en oración, a veces hasta en la noche. En una de estas, en Spezzano, fue encontrado en éxtasis por el P. Pedro (santo religioso de Spezzano, que murió en 1733) y decía: “Ven, Jesús mío, ven, Niñito mío ven”. Luego, en lágrimas de conmoción: “Ya basta, Señor mío, que me muero, ya basta, porque mi corazón se deshace por las llamas de amor...”.
Primera estancia en Roma
Fray Nicolás tenía 32 años cuando, en 1861, fallecido el oblato de la Comunidad de S. Francisco de Paula ai Monti, en Roma, fue llamado a sustituirlo por el Corrector General, P. Pedro Cunzi de Cosenza. Allí, en el convento y colegio llamado “de los Calabreses”, junto al cual se encontraba una artística iglesia, entonces parroquia, le fue asignado el oficio de “compañero” o colaborador del párroco, el P. Ángel, su paisano. El ambiente interno era de oración y de estudio; al exterior era de persona sencilla y pobre. Fue el campo ideal por una ascesis profundamente religiosa y para un apostolado de caridad en la parroquia tan poblada, dando ejemplo a sus hermanos de religión de un auténtico discípulo del Santo de la caridad, San Francisco de Paula.
Hacía cotidianamente la visita a la parroquia y donde encontraba necesidad de ministerio regresaba con el párroco o con otro sacerdote para proveer a lo que hacía falta. Así, por cuatro años, a excepción del tiempo empleado en la peregrinación al Santuario de Loreto, que a imitación del santo Fundador, hizo a pie, para visitar la Santa Casa, por devoción del misterio de la Encarnación del Verbo y de la Virgen su Madre.
Nadie supo cuantas y cuales gracias el humilde oblato invocó y alcanzó en este sagrado lugar; pero todos los hermanos de religión y cuantos le conocían confirmaron que regresó con más fervor y santidad. “Fue a Loreto bueno –decían – y regresó santo”. Su fervor teologal y moral, unido a los dones de gracia harán de él un asceta y un místico: una verdadera revelación evangélica del Padre celestial a los limpios de corazón.
Entre los pobres de Jesucristo
Nacido y educado en una familia pobre, Fray Nicolás conocía por experiencia la triste condición de quien se encuentra en la pobreza. Sabía también que no hay verdadero amor de Dios si falta el amor del prójimo, y recordando la afirmación de Jesús: “lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”, se hacía siervo de todos, socorriéndolos y ganándolos a Dios.
Cuando el oblato portero, Fray Pedro de Lappano, se fue al cielo, le confiaron este oficio, de más contacto directo con los pobres, que según la costumbre llaman a las puertas de los conventos. Su seriedad y prudencia, además que su caridad y piedad determinaron esta elección. Además él había dado ya buena prueba de sus capacidades, cuando el dicho Fray Pedro enfermó gravemente. Justo en el mismo momento en que este expiraba, Fray Nicolás, sumergido en contemplación en su cuarto de la portería, fue escuchado exclamar con alegría por algunos religiosos que pasaban por allí: “¡Qué hermosa es!; ¡que hermosa es el alma de Fray Pedro que ahora se va al Paraíso!”. Y subió en éxtasis.
Iba al encuentro de los pobres con fraterna caridad, ofreciendo a ellos todo lo que le era permitido por los Correctores en alimentos, dinero y vestidos e incluso pidiendo la colaboración de personas ricas para que suplieran generosamente a cuanto él no podía proveer. Estas, que lo conocían bien y lo estimaban, consentían de buena gana a cuanto él les pedía.
Pero antes que la ayuda material, su caridad se expresaba en exhortaciones buenas, sencillas y piadosas. A quien vivía lejos de la gracia de Dios lo animaba a convertirse y a regresar en los brazos de la divina misericordia. A los que vivían en discordia, él les traía la paz. A las jóvenes pobres y en peligro proveía lo necesario para ayudarles a hacer un buen matrimonio con personas honestas. A las viudas necesitadas y a las familias decaídas en baja fortuna daba el consuelo de la palabra y la ayuda material. A los peregrinos de cualquier condición daba su apoyo, en lo que necesitaban, cediendo incluso su dura cama, mientras que él se dormía en el suelo.
Esta era su preocupación cotidiana, a la que correspondía, por su gran espíritu de pobreza, la miseria de su celda, donde guardaba platos, cacerolas y cuanto servía para dar un plato de sopa a los pobres más pobres, además de una cesta de pan para los que llegaban tarde y que llamaban cuando la sopa había sido ya repartida. No siempre todos sus beneficiados eran agradecidos; a veces eran demasiado exigentes y tenían pretensiones que superaban las provisiones de caridad. Pero él aceptaba todas estas humillaciones y mortificaciones con extremada paciencia y en espíritu de penitencia.
Regreso a Paula y a Longobardi
La virtud auténtica, especialmente si es profunda, no puede quedar escondida por mucho tiempo. Es como una flor perfumada, que revela su presencia incluso a los más distraidos e indiferentes a las manifestaciones de la gracia que se derraman de un corazón generoso. Cuanto más el buen religioso se esforzaba en esconder su íntima unión con Dios y las gracias que de Él recibía, tanto más estas transparentaban de sus acciones. Por eso no le faltaba la estima y veneración no solamente por parte de sus hermanos de religión, sino de toda clase de personas que tenían la oportunidad de encontrarle y que luego lo buscaban para escuchar su palabra edificante o sus consejos, para pedirle oraciones o recibir su bendición, entre estos, el Cardenal Mellini, el príncipe Antonio Colonna, la Reina de Polonia y otros ilustres personajes Romanos y forasteros, ya que el Señor escuchaba siempre a su siervo fiel, hasta con prodigios. Por eso era frecuente la muchedumbre que acudía a la iglesia parroquial de San Francisco de Paula ai Monti. Y, cuando, por motivos de obediencia, el humilde fraile tenía que atravesar las calles de Roma, personas de cualquier edad y condición iban a su encuentro. Bastaba haberlo encontrado una sola vez para que su rostro quedara impreso en el corazón. Pero Fray Nicolás, consciente que todo el bien que realizaba era obra de Dios, atribuía solo a Él el honor, la gratitud y la gloria y quedaba confundido por las manifestaciones de estima que le proporcionaban, humillándose todavía más y diciéndose sinceramente el más miserable de los hombres e religioso indigno de llevar el hábito de los Hijos de S. Francisco de Paula.
Para custodiar su virtud y defenderla de tantos aplausos como recibía, sus Superiores – el Corrector General P. Bernardito Plastina y el Provincial P. Pedro Curti – de acuerdo con el Papa Inocente XII, que lo estimaba muchísimo, lo enviaron de nuevo en Calabria.
Era el año 1693. Después de doce años de estancia en Roma, a la edad de 44 años, feliz de hacer la voluntad de Dios, Fray Nicolás, en compañía del Provincial elegido, P. Antonio Costantini de Castrovillari – que fue luego Arzobispo de Trani – dejaba el convento romano para irse a Paula. Apenas había llegado a Nápoles cuando la Vice-reina, la condesa de S. Esteban, lo quería retener; pero antes que llegase una nueva orden, se le dijo a la condesa que la voluntad del Papa era que Fray Nicolás se retirara al Santuario de Paula y así prosiguieron su camino.
A su llegada, el Corrector, P. Vicente Cucinella, le asignó el oficio de ayudante de sacristía. Aquí lo encontró por primera vez el P. José María Perimezzi (luego nombrado Obispo), que será después su primer biógrafo, habiendo conocido personalmente sus virtudes y méritos excepcionales.
En los primeros dos años de estancia en el protomonasterio de los Mínimos, que lo había visto ya como novicio fervoroso, Fray Nicolás confirmó su constante docilidad a la gracia, resaltando sobretodo su humildad y su mansedumbre, su caridad amable hacia todos, su perfecta obediencia, el espíritu de penitencia y su incansable actividad. También allí continuó su progreso ascético y no faltaron los auténticos dones místicos, que eran de edificación para todos; pero tampoco faltaron las pruebas.
Es de aquel tiempo el siguiente episodio. Un día el Padre Provincial, queriendo probar su virtud, delante de todos los hermanos, lo regañó duramente: “¡Fray Nicolás, tú no sirves para nada! Eres indigno del oficio de sacristán” - y dirigiéndose a los demás añadió - “no es bueno para otra cosa más que para limpiar las pezuñas de los caballos..”. El humildísimo religioso, recibido el reproche de rodillas, con su habitual serenidad y sencillez, se fue al establo con agua y trapo para empezar dócilmente a lavar las pezuñas de los caballos, dando a todos ejemplo de humildad sincera y de pronta obediencia. Fue, esto, también el principio de todo un periodo de prueba de sus virtudes y de purificación pasiva: reprimendas, mortificaciones, públicas humillaciones. Y si a algunos parecían crueldad, para él era Paraíso, feliz de compartir la paciencia, el sufrimiento y la obediencia del Redentor.
En noviembre de 1693 unos ladrones robaron las lámparas de plata del Santuario. Fueron inculpados inocentemente los mismos religiosos. El único que quedó sereno y tranquilo fue Fray Nicolás: “A nosotros basta – decía – que Dios descubra nuestra inocencia, sin querer obligarlo a manifestar la maldad de los demás”. Se hizo un proceso regular y los religiosos fueron reconocidos inocentes, pero los verdaderos ladrones no se encontraron.
Entre las virtudes fuertes de este religioso estaba sin duda la obediencia, que él siempre había practicado con todos, animado por un espíritu de verdadera fe y de profunda humildad.
Pasados apenas dos años, en 1695, el P. Costantini, ya al último año de su gobierno provincial, y después su sucesor P. Juan Perrelli de Belvedere, lo asignaron al convento de Fiumefreddo, luego de Cosenza, y en último de Longobardi. Fray Nicolás regresaba por segunda vez, precedido por su fama de santidad. Por eso hermanos de religión y paisanos lo recibieron con viva satisfacción, conociendo por directa experiencia su santidad de vida. Además de sus oficios habituales, había sido encargado de hacerse responsable de los trabajos de ampliación de la iglesia conventual, a causa de las exigencias espirituales del pueblo que había crecido.
Lleno de confianza en Dios y con el consentimiento de sus Superiores, el Beato fue buscando por todo alrededor ayuda en dinero, en materiales, en mano de obra.
Todos le ayudaban de buena gana, los ricos ofreciendo dinero o material, los pobres prestando su trabajo sin pedir recompensa, satisfechos de sentirse amigos del hombre de Dios. Se renovó así, por la construcción de la nueva iglesia de Longobardi, la experiencia de caridad que acompañó la construcción de la primera iglesia de Paula. Y también se renovaron los prodigios ya que acudía a él, como al Santo de Paula, gente de toda condición y su oración hacía presente el dedo de Dios en la obra. Los enemigos declarados de la religión delante de estos signos extraordinarios se transformaban en generosos constructores de la casa de Dios, y Fray Nicolás imploraba para todos misericordia y gracia.
Sanó a un sacerdote de una grave molestia, de manera tan completa que pudo de nuevo empezar su ministerio apostólico.
Un niño de apenas tres meses milagrosamente le habló para expresarle su gratitud por la salud recobrada.
Sanó al hijo moribundo de Ignacio Carretelli, un notable de Amantea.
Bajo su dirección los trabajos progresaban y la construcción crecía. Después de apenas dos años, solo con las ofrendas de los bienhechores y la colaboración de los devotos, la obra quedó cumplida.
A pesar de estar tan empeñado en trabajos materiales, el santo religioso progresaba también en la edificación del edificio interior de la perfección religiosa; muy a menudo a las ordinarias y comunes obras de piedad y de mortificación añadía austeridades y penitencias voluntarias, como ayunos y flagelaciones, tanta era su hambre y sed de penitencia.
Regreso definitivo en Roma
Después de cuatro años de permanencia en Calabria, el Vicario, P. José Marascaroni, a petición unánime de los religiosos de la comunidad dei Monti, llamó de nuevo a Roma Fray Nicolás. Aquí encontró a su antiguo director espiritual, P. Juan Bautista de Spezzano Piccolo, que lo guió por otros dos años. Después fueron sus directores el P. Antonio de Celico, P. Francisco Ricardo de Rinello y P. Pablo Accetta de Longobardi, religiosos de experimentada vida de oración.
Cuando el santo religioso tomó de nuevo su oficio en la portería del convento era el año 1697, contaba 48 años de edad y 27 de profesión religiosa.
Los pobres, en los cuales veía a Cristo necesitado, fueron nuevamente el objeto de sus cuidados. Todos acudían a él, a todas las horas, para pedirle su caridad, su consejo o sus oraciones. Para atenderlos, sobretodo a la hora en la cual solía repartir la sopa, no le importaba anular o retrasar citas con personalidades importantes o bienhechores.
Una vez, mientras esperaba ser recibido en audiencia por el Papa Clemente XI, al escuchar las campanas del mediodía, dejó apresuradamente el Quirinale (que era en aquel tiempo la residencia papal) para acudir a sus pobres. Otra vez, invitado por la familia Colonna-Pamphili, siempre hacia mediodía, contestó con simplicidad y respeto: “Los pobres de Jesucristo me esperan a esta hora; mientras que a esta familia puedo ir en otro momento...”.
Además del oficio de portero, que lo precisaba sobretodo para atender a “sus” pobres, responder a las visitas de bienhechores, enfermos y familiares, aceptó por obediencia y desempeñó otros numerosos encargos, como: limosnero de la cera para las solemnes Cuarenta Horas (adoración del Santísimo por tres días seguidos); custodio de la capilla del Santo Fundador. Esta, con las ofrendas de los bienhechores, particularmente de Doña Olimpia Pamphili, esposa del príncipe Don Felipe Colonna, los cuales quisieron que fuese padrino de bautismo de su heredero, fue decorada con estuques y dorados artísticos y enriquecida con un precioso palioto de plata. Así también fue sacristán, compañero del párroco, encargado del refectorio (la mesa del convento), del jardín y de la limpieza.
El humilde oblato desempeñaba todos estos oficios con responsabilidad y diligencia, tanto que todos se admiraban de como podía llegar a tanto. El P. Pablo Stabile declaraba: “Me sorprendía verlo empeñado en tantos oficios que hubieran necesitado más personas y como pudiese proveer a todo con exactitud...”.
Se preocupaba también de una manera especial de los enfermos, que cuidaba con delicadeza y gran caridad, esforzándose de consolarlos espiritualmente, llevándoles la reliquia de San Francisco de Paula e invocando su protección, y si eran pobres ayudarles económicamente.
Durante esta segunda permanencia en Roma, por su sencillez y heroico candor obtuvo, a la muerte de la Señora Lucrecia Lanzierda, el precioso depósito del cuerpo de Santa Inocencia, Virgen y Mártir, con la autorización de transferirlo a la iglesia que él había construido en Longobardi.
El 10 de septiembre de 1697, con una carga de reliquias y objetos sagrados, habiendo obtenido la indulgencia plenaria, por el Papa Inocente XII, para el día de la fiesta de la Santa, con toda la alegría de su alma, se embarcó en un barco del patrón Julio Signorelli, de Fiumicino. El viaje encontró muchas dificultades, pero todas fueron superadas gracias a sus oraciones.
De hecho, del Circello hasta la isla de Procida, el barco tropezó en medio de un terrible huracán. En medio de una lluvia violentísima con truenos y relámpagos horribles, la nave quedaba completamente seca: ni una señal de la tempestad que enfurecía alrededor... Pero el tripulante asombrado vio en un rincón a Fray Nicolás de rodillas, sumergido en profunda contemplación.
Cuando, después, la nave pasó cerca de la costa Calabresa, los marineros para honrar a su paisano y patrón San Daniel echaron fuegos artificiales, fue un verdadero milagro que no pasara nada, porque uno de los fuegos explotó con violencia pasando entre las piernas de los marineros sin herir a nadie. Lo mismo pasó cuando, llegados a la playa de Longobardi, delante de una gran muchedumbre, fue desembarcada la preciosa reliquia del cuerpo de Santa Inocencia y con gran solemnidad colocada en la iglesia de los Mínimos. Estos episodios aumentaron la veneración hacia el fraile. A él se atribuye también la profecía de un nacimiento en la familia del patrón Signorelli. Al niño, tan esperado por sus padres, le pusieron el nombre de Nicolás, como signo de gratitud hacia el hombre de Dios.
En Longobardi Fray Nicolás construyó incluso una artística capilla, donde fue colocada en veneración la urna del cuerpo de la Santa, que muy pronto fue meta de numerosos peregrinos, que él mismo enviaba para invocar su protección. En breve tiempo la devoción a Santa Inocencia se difundió por todo alrededor y el 21 de septiembre, día de su celebración anual, es todavía un acudir de numerosa gente por la gran devoción que se conserva hacia ella.
Satisfecho, el Beato regresó a Roma, donde, por los Superiores que siguieron: P. Pablo Stabile de Castrovillari, P. Francisco de la Regina y P. Benito de Ciró, fue confirmado en el oficio de sacristán y en varios otros encargos. En todos estos perseveraba en la oración, en la mortificación y en las obras de caridad, progresando tanto en la virtud que todos estaban admirados de él.
Se hacía todo a todos, no dejando ninguno de sus trabajos, más bien desempeñándolos con serenidad y amor, con paciencia y alegría, en perfecta uniformidad a la voluntad de Dios y en obediencia a sus Superiores.
Si a veces dejaba a Dios por Dios, disminuyendo las ocho o nueve horas de oración que normalmente hacía, quedaba igualmente unido al Señor en el profundo recogimiento de su alma, donde su adoración interior era incesante.
Muchas veces sus hermanos de religión lo encontraron extático en su celda.
Su ferviente piedad y austera ascesis física eran premiadas por Dios con singulares dones de gracia, que el Beato acogía con profundísima humildad y ponía inmediatamente al servicio del prójimo.
Pero se distinguió sobretodo en las virtudes, llegando al heroísmo de los santos. En cada oficio practicaba una virtud particular: como portero sobretodo la paciencia, la mansedumbre y la prudencia; con los pobres, que eran muchísimos (casi cien o más), la amabilidad. Se ingeniaba para procurar limosnas, y con ellas compraba sopas y hierbas para luego guisarlas por la mañana temprano para ellos, tal vez con la ayuda visible de Jesús y de los ángeles (como testimonió P. Juan Bautista de Spezzano). Luego las repartía con santas exhortaciones, después de haber rezado junto con sus beneficiados. A las mujeres pobres conseguía vestidos y el ajuar para hacer un buen matrimonio con personas honestas. Con las limosnas recibidas y administradas con el consentimiento de sus Superiores, mantenía también a algunos estudiantes pobres. A las familias decaídas y a los pobres, que no querían aparecer como tales, les hacía llegar a su casa el apoyo más urgente y adecuado. Tenía la iglesia, la sacristía y los objetos sagrados siempre en orden y limpios. El huerto, que él cultivaba con gran esfuerzo, producía flores y fruta, que luego ofrecía con sencillez y exquisita delicadeza a los bienhechores, aunque fuesen de la más alta nobleza e incluso al mismo Papa, Clemente XI, que los aceptaba con viva gratitud.
Entre los lugares donde desempeñaba sus oficios la iglesia era el preferido, el campanario, donde era encargado de gobernar el gran reloj de pared, fue el mudo testigo de sus penitencias porque allí iba a flagelarse para que nadie lo escuchara.
Según aseguran sus directores espirituales, nunca cometió un pecado mortal, conservando siempre su inocencia bautismal.
La ofrenda de su vida por la Iglesia
Mientras el alma de este oblato tan dinámico y activo avanzaba cada día más hacia la perfección en el servicio alegre y generoso de Dios y de sus hermanos, su cuerpo, debilitado por tantas penitencias, empezaba a sentir el peso de los años, el cansancio de tanto trabajo y a enfermarse más a menudo.
Era el año 1709 y el Papa Clemente XI, preocupado por los problemas de la Iglesia, había hecho transportar la imagen del Stmo. Salvador a S. Pedro del Vaticano, pidiendo que sacerdotes, religiosos y fieles se sucedieran en oración para pedir al Señor misericordia y piedad para su Iglesia. Los Mínimos de S. Francisco de Paula ai Monti accedieron con entusiasmo también en horas del día y de la noche a esta instancia del Papa y también Fray Nicolás, a pesar de sus precarias condiciones de salud, iba a hacer su visita dos veces al día y se quedaba largo rato en oración, de rodillas sobre el duro suelo.
Como si fuesen pocas las que hacía, multiplicó sus duras penitencias y se ofreció víctima a la justicia de Dios: “Señor, aquí estoy; haz de mí lo que tú quieras. Te encomiendo a tu santa Iglesia. Tú perdona a tu pueblo”. El P. Zavarroni, que lo escuchó, nos informa que el santo religioso con esta ofrenda de su vida deseaba reparar los pecados que causaban tantos sufrimientos a la Iglesia, según el espíritu de reparación propio de la Orden Mínima.
De hecho el Señor escuchó su súplica y aceptó su ofrecimiento, tanto que algunos días después Fray Nicolás no pudo ya levantarse de la cama por la fiebre muy violenta. Trasladado a la enfermería del convento, consciente que su partida al cielo era ya próxima, llamó al P. Alberto de Cosenza para hacer su última confesión y pedir el sacramento de la unción de los enfermos. Con profunda humildad suplicó a sus hermanos que pidieran para él a Dios el perdón de sus pecados, y, después de recibir el viático, movido por profunda gratitud, empezó a agradecer al Señor en voz alta:
“Señor mío, no soy digno que tú vinieras a mí, pobre criatura. Ya que te has dignado concederme esta gracia, haz que sea digno de tu amor. Señor mío, si me haces la gracia de recibirme en el cielo, será solo por tu suma bondad, porque yo no soy digno de tu misericordia”.
Para que no se fatigara demasiado, un religioso presente lo exhortó: “Fray Nicolás, te vas a cansar hablando; basta que hagas un acto interno de amor a Dios”.
Y el santo religioso le contestó: “¡Ah padre mío, lo amo con todo mi corazón y quisiera ser una vela encendida para consumirme todo como holocausto en honor de Dios!”.
De nada sirvió la dolorosa sangría practicada para darle un cierto alivio a los sufrimientos de la extrema enfermedad: el enfermo iba lentamente agotando cada residuo de energía corporal. Se difundió tanto la noticia de su nueva y grave enfermedad, que acudió mucha gente de toda condición social en prueba de estima, de gratitud y veneración. El príncipe Marcantonio Borghese y algunos de su Familia, de rodillas delante de su cama le recomendaban que rezara por ellos y los bendijera. Fray Nicolás humildemente les contestó: “El Señor los consuele y los escuche”. Fueron también el príncipe Don Felipe Colonna y el duque de Paganica, Don José Mateo Orsini para recomendarse a él, y a este el Beato contestó: “Yo soy un grandísimo pecador y necesito que el Señor use misericordia para salvarme, sin embargo confío en la misma y cuando, por su infinita gracia, me haga digno del premio eterno, los recomendaré al Señor”.
Entre otros fueron a visitarlo también el príncipe Don Augusto Chigi, el marqués Naro, los nobles Falconieri, Rospigliosi, Mellini, Colloredo y muchas otras personalidades.
El Cardinal Mellini, le pidió de rodillas ser bendecido; y ante de esta petición Fray Nicolás se negaba, pero con la exhortación del Padre Superior Pablo Stabile se apresuró a bendecirlo con el cordón del hábito religioso en nombre de la Santísima Trinidad y de San Francisco de Paula. El Padre confesor Alberto y el mismo Padre Stabile temiendo que el acudir de tantos nobles y prelados y sus manifestaciones de estima y de devoción turbaran su humildad, se preocuparon de decirle: “Fray Nicolás, estos honores no son para ti, sino para el hábito de San Francisco de Paula...”, y él dulcemente contestó: “Querido Padre mío, desde hace diez o doce años más o menos Dios me ha hecho esta gracia… ¡no ha estado y no hay en mí otro más que El! Yo siempre he esperado en la Santísima Trinidad y en ella espero de terminar esta vida y les pido de rezar por mí a Dios, a la Virgen y a San Francisco de Paula”.
Muchos de los dichos nobles, deseando ser útiles al venerado amigo y enfermo, enviaron al convento ai Monti los propios médicos personales para una consulta. Quien lo informaba que estaban los médicos, le decía también que había buenas esperanzas de curarse, sin embargo Fray Nicolás, siempre sereno y consciente de la entidad de su mal, contestó: “Los médicos no saben lo que dicen. Sin embargo que hagan lo que desean, pero sepan que yo estaré en vida hasta que haya ganado la indulgencia jubilar de la próxima fiesta de la Purificación de la Virgen”.
Así, tres días antes de su adiós a la tierra para el cielo; suplicó que le fuera impetrada del Papa la bendición “in articulo mortis” y que no se diera ningún honor a su cuerpo, si no que se enterrase enseguida y que se quemara su ropa y los trapos que se encontraban en su celda.
Tuvo después la deseada visita del piadosísimo Padre Tomás da Spoleto, con el cual se entretuvo en discursos espirituales y férvida oración hasta la noche del 2 de febrero, cuando, recibida la bendición papal y el mensaje del mismo Clemente XI que se acordara de él y de las urgentes necesidades de la Iglesia cuando llegara al paraíso, teniendo en sus manos el Crucifijo, totalmente sereno aunque visiblemente enfermo por la altísima fiebre, le pidió permiso al Corrector de ponerse el hábito religioso, depuesto a causa de la enfermedad. Escuchó estático la Pasión del Señor; renovó los actos de fe, de esperanza y de amor a Dios besando con fervor el Crucifijo. Acordándose que era la fiesta de la Purificación pidió que se le leyeran las letanías lauretanas, a las cuales deseó que se le añadieran las de los santos y los salmos penitenciales. En fin siguió las plegarias de los agonizantes con profundo recogimiento, y, trazando tres signos de la cruz sobre los presentes y estrechando el Crucifijo en el pecho, levantada la mano derecha con tres dedos abiertos, signo de la Trinidad, estático y radiante, como si viera la adorable Trinidad, exclamó: “¡Paraíso!... ¡Paraíso!...” y cerró los ojos en el beso del Señor. Era la media noche del 3 de febrero del 1709 y el beato tenía 60 años y 28 días de edad, de los cuales 52 de profesión religiosa.
La noticia del piadoso fallecimiento atrajo tal concurrencia de devotos visitadores, que, contrariamente a cuanto él mismo había pedido por su humildad, aunque acabaron los funerales, el féretro se quedó expuesto tres días antes de enterrarlo en la fosa común de los Mínimos ai Monti.
Aquí los restos mortales del Beato permanecieron hasta el 1718, cuando, al iniciarse el proceso para la beatificación, fue efectuado el reconocimiento canónico; después de esto fueron enterrados en la capilla de la Inmaculada; que será luego dedicada a él, en la misma iglesia de San Francisco de Paula ai Monti. Una lápida marmórea señalaba el lugar con la siguiente inscripción:
DEO OPTIMO MAXIMO HOC SUB LAPIDE IACET CORPUS FRATIS NICOLAI A LONGOBARDIS SERVI DEI ORDINIS MINIMORUM CUI OB EXIMIAM RELIGIOSAE VITAE OBSERVANTIAM SEPARATUM MONUMENTUM PATRES SUPERIORUM LICENTIA POSUERE MDCCXVIII OBIIT DIE TERTIA FEBRUARII MDCCIX
Perfil físico y perfil espiritual
Fray Nicolás era de baja estatura. Huesudo y de talla gruesa, pero algo macilento por las múltiples penitencias a las cuales estaba acostumbrado. No obstante era fuerte y ágil en los trabajos. En su porte era un poco curvo y empachado por los instrumentos de penitencia que usaba. De color trigueño, de barba escasa y oscura. Su cabello, a los sesenta años mostraba algunos mechones de cabellos blancos. La frente era espaciosa aunque la cabeza era fina, especialmente la cara, afinada por la continua penitencia. Ojos vivos e inteligentes, manos ásperas y arrugadas por el trabajo completan el retrato físico.
Fervor teologal en la fe
Como principio y fundamento de la justificación, la fe está también a la base de la santidad, nace como don de Dios con la gracia y crece hasta la vida eterna especialmente en los humildes de corazón.
Fray Nicolás de Longobardi tuvo una fe vivísima, porque era profundamente humilde y sencillo. Y tuvo la interior revelación escondida a los sabios del mundo, pero dada a los pequeños y a los sabios de espíritu. Tuvo pronto conocimiento de las verdades eternas y hablaba de ellas como si las viera dejándose guiar por ellas en todo. El Padre Juan Bautista Picardi declaraba haberlo encontrado muchas veces estático o ir en éxtasis a la sola señal con los tres dedos, símbolo de la Trinidad; como también de haberlo escuchado halar del mismo misterio y expresarlo con tal propiedad de términos de maravillar también a un teólogo experto. Hablaba con tal claridad de la gracia y de su obra en las almas que los maestros de teología de la Orden, los Padres Zavarroni, Perrimezzi, Intrieri, Plastina y Alberto de Cosenza, se quedaban maravillados. Los mismos estudiantes clérigos afirmaron que las pláticas del Beato los convencían más de las largas conferencias de tales maestros. Hablaba de los misterios de la Encarnación del Verbo y de la presencia Real en el adorable Sacramento del altar, de la misa y de las alegrías del paraíso con facilidad y doctrina, no ciertamente adquirida a humanamente, sino en la oración. Con frecuencia fue seguido con vivo complacimiento en sus comentos ascético-místicos y críticos que hacía a los salmos, a las lecciones y a las homilías que escuchaba en el coro.
El Padre Zavarroni, teólogo y prefecto de los estudios a “Propaganda Fide” además que Corrector General de la Orden, dice de él que “… tenía un alto concepto de todos los misterios revelados”, quedándose con frecuencia estático al solo escuchar platicar de ellos.
En el 1694, siendo, el dicho Padre, estudiante y empeñado en un debate del tratado referente a la gracia, un día pasó Fray Nicolás, delante del aula escolástica. Tardando el profesor lo llamaron: “Fray Nicolás, explícanos algo de la gracia”. A esta petición él les contestó: “¿Que cosa quieren escuchar de un ignorante? Esperen a su profesor”, y prosiguió hacia la portería. Pasando más tarde le pidieron vivamente entrara en la clase, invitándolo a hablar sobre el mismo argumento, y casi forzado por Zavarroni, él empezó a decir: “… ¡O que hermosa cosa es la Gracia!... Una es iluminativa y pertenece al intelecto: intelectus bonus, bonus, bonus; la otra es afectiva y pertenece a la voluntad…”. Continuó hablando así hasta que llegó el maestro agregando varias doctrinas y ejemplificaciones. Saliendo ya de la escuela, el profesor, al cual los estudiantes le dijeron todo, confirmó cada cosa e hizo crecer mayormente la maravilla de los oyentes revelando que él mismo, para tener luz y claridad acerca de las materias teológicas se consultaba con Nicolás.
Un día el Padre Perrimezzi habiéndole expresado a Fray Nicolás algunas dudas acerca de la predestinación, este le contestó: “Padre Lector, ¿no sabe lo que Fray Egidio le contestó a San Buenaventura?... ¡Obras… obras!” Diciendo así Fray Nicolás terminó la conversación y se fue. Otras veces inculcaba a todos su máxima: “Se necesita firmemente creer y constantemente obrar” o bien “Se necesita simplemente creer y firmemente obrar”.
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