Paola (Cosenza, Italia)
Espiritualidad: la Cruz...
EN EL NOMBRE DEL CRUCIFICADO
 
            La  cruz es la más grande paradoja, la paradoja radical que por una parte sostiene la experiencia del creyente y por otra la reviste de incomprensión.        
            La cruz, que para el mundo es necedad y locura,  desde el momento en que el creyente comprende de manera  existencial que en  ella reside el amor que ha vencido el odio y la injusticia y que los ha vencido con las armas que le son propias, es decir  con el amor, se convierte en sabiduría y fuerza de Dios.
            La cruz, símbolo de vergüenza y de derrota, después que Cristo clavado en ella, abrió su Corazón dejando que brotara un amor mas grande que  nuestra maldad y más fuerte que nuestro pecado, se ha convertido en título de gloria. La cruz, instrumento de tortura, bañada por la sangre del Hijo de Dios, se ha transformado en el símbolo de nuestra felicidad. Solamente en la cruz y por la cruz, el hombre se ha reconciliado con el Padre y con los demás hombres, encuentra la paz y la esperanza, la capacidad de amar y la seguridad de ser amado con un Amor más fuerte que el dolor y que la muerte.
            Las Mínimas hemos hecho, como creyentes, nuestra profesión de fe en la cruz de Cristo y hemos emprendido el camino de la “metanoia” evangélica  como respuesta radical y concreta a su amor. Esto ha significado para nosotras, como en su tiempo para Francisco de Paula, ponernos en contradicción con las voces del mundo y con las del hombre viejo que llevamos dentro de nosotros. Hemos aceptado por ello, una jerarquía de valores que no es la del poder, el gozar y el poseer, sino que se construye sobre la lógica de la donación, del servicio y del amor. Hemos aceptado la llamada del Maestro a tomar nuestra cruz y a caminar detrás de El, pisando sus mismas huellas, con una confianza incondicional en su palabra.
            Esta opción radical nos pone en contradicción con el mundo que nos rodea. No  es ya posible conformarse con una sociedad donde  no se ponen como cimientos la verdad y el amor.
            De hecho, si esta es la condición de todo discípulo que desea ser coherente con su fe, con mayor razón quien ha hecho profesión de vida penitente, es por definición, alguien que se niega a doblegarse a las realidades contrarias al Evangelio. Y no solo se niega a sus exigencias, sino que no duda  en declararse, con sus palabras y con sus actitudes, siervo de un único Señor.
            Cuando San Francisco de Paula tuvo que presentar  a aprobación, la tercera redacción de su Regla, en la que a pesar de los deseos de muchos, mantuvo firme el carácter fuertemente penitencial de su Orden, sellado con un cuarto voto (“vida cuaresmal”) el Santo la  inició con esta expresión: “En el nombre del Crucificado, comienza la vida y regla...” Para nosotros, estas sencillas palabras valen tanto o más que un tratado teológico de ascética y mística. Contienen en síntesis una carga de resonancias teológicas, un mandato, una exhortación y una súplica; una lista de motivaciones y una meta a la que aspirar.  Estas palabras dan el sentido completo y justo a nuestra lucha contra el mundo del pecado, a nuestra ascesis penitencial y a la entrega de nuestra vida.
            El fundador cuando usó esta fórmula era consciente de asumir la actitud de máxima autoridad: ¿Cómo negar algo a Aquel  que  nos ha comprando a precio de su sangre y al que por tanto, pertenecemos? Pero  San Francisco sabía también que usaba la exhortación más convincente, es decir: si Cristo nos ha amado hasta el extremo de morir en la cruz por nuestro amor, para hacernos vivir  con él,  ¿cómo no ser capaces de dar muerte  en la cruz de Cristo al hombre viejo para gozar de la vida que El nos ha conquistado? Es al mismo tiempo la petición que más podía conmover nuestro corazón muchas veces duro como roca,  era casi como decirnos: os suplico que hagáis fructificar en vuestros miembros la cruz de Cristo.
            La abstinencia, el ayuno, el trabajo humilde, la pobreza, la obediencia, la ascesis de la humildad, el hacerse “mínima” por el Reino de los Cielos, el servicio incondicional, todo lo que adquiere densidad y perspectiva en la lógica de la Pascua, todo ello se convierte en participación personal en el anonadamiento de Cristo en la cruz, con la segura esperanza de llegar a participar también de su resurrección.
            En el nombre del Crucificado... para responder a su Amor y para colaborar con El activamente en la edificación del “hombre nuevo” en la justicia y en la santidad verdadera, para llegar a la plenitud y a la libertad de los hijos de Dios.
            En el nombre del Crucificado... para ofrecerle también nuestra pequeña colaboración en su obra redentora, y la disponibilidad para completar en nuestra carne lo que falta a su Pasión por su cuerpo que  es la Iglesia.