Sor Consuelo, si tú lo has conseguido, también yo lo conseguiré
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TESTIMONIO VOCACIONAL
En este año en que conmemoramos el 50° aniversario de la muerte de Sor Consuelo he sentido la necesidad de compartir la experiencia de mi vocación dándole gracias a ella que tanto hizo para que la pudiera realizar. Yo soy natural de Daimiel y he vivido en el mismo ambiente que ella. Mi vida ha sido siempre muy feliz porque en mi familia reinaba el Amor de Dios. Todo iba bien porque El estaba en medio de todos. Mis padres me enseñaron con su vida que lo único que importa es Dios, que el secreto de la felicidad estaba en El. No recuerdo que se hicieran pesados con grandes discursos o las acostumbradas advertencias: « Reza, ve a Misa, sé un poco mejor… » La pedagogía que usaron fue la del testimonio de la vida. Bastaba ver para comprender… La primera cosa importante que les “copié” fue ir a Misa todos los días y la comunión diaria me daba eso que nadie me podía dar: el mismo Dios, el Tesoro de mi vida que nadie me lograría arrebatar. Mi madre nos explicaba cada día un pasaje del Evangelio de manera que nuestras mentes infantiles se empezaron a familiarizar bien pronto con el mensaje de Jesucristo. Eramos y somos cuatro hermanas y un hermano y yo recuerdo que tanto me entusiamaban las explicaciones de mi madre que después iba yo a explicárselas a mi hermano, cinco años más pequeño que yo. Estudié como Sor Consuelo en el Colegio de la Divina Pastora. Allí las religiosas me inculcaron un gran amor a la Virgen. Amor que desde entonces ha ido creciendo día tras día. Por eso comprendo perfectamente que la Venerable fuera un alma mariana cien por cien. Es natural. La música me entusiasmaba, mi madre nos había enseñado las nociones principales y mi alma vibraba con ella. Entré a formar parte de la Banda Municipal de música tocando el clarinete. En este mismo período fue cuando mi vida empezó a cambiar. Un acontecimiento me señaló un nuevo rumbo. Contaba entonces doce años. Una señora me invitó a formar parte de un coro para cantar en Misa en la iglesia de las Monjas Mínimas. Al contacto con aquellas monjas que yo veía a través de unas rejas mis ojos se abrieron a una luz diferente, el horizonte de mi vida se agrandó, descubrí un modo de vivir que me impresionó grandemente. Fué allí donde empezó la historia de mi vocación. Había encontrado la Perla preciosa del Evangelio y me sentía feliz, inmensamente feliz. Desde entonces, aunque sólo tenía doce años, tuve la certeza de haber encontrado « mi casa ». Cuando continué mis estudios en el istituto me enfrié un poco en cuanto a la vocación. “¿Porqué yo, Señor? –me pregunataba-, hay muchas chicas mejores que yo, fíjate en alguna de ellas y olvídate de mí, yo tengo intención de formar un hogar feliz como el de mis padres”. Me enrolé entonces en la tuna estudiantil de las ex-alumnas del Colegio tocando la guitarra y en el grupo folklórico de Bolote tocando la bandurria y el laúd. Pero toda esta actividad musical con lo que supone de conciertos, ensayos y ¿porqué no? sana diversión, no apagaron del todo la voz de la conciencia y no dejé de cuidar mi vida de piedad. Eso fue lo que me salvó. Continuaba a ir a Misa y a comulgar todos los días, y empecé a ir a un grupo de índole mariana la “Legión de Maria”. En este último entré en contacto con un grupo numeroso de jóvenes que se reunían para rezar el Rosario a la Virgen y para compartir el mismo ideal de vivir en el mundo haciendo todo el bien que se pudiera. Fue una experiencia que me ayudó mucho a madurar en mi vocación y a abrirme a las necesidades de los demás. Me inscribí en la Cruz Roja para hacer el curso de socorrismo. Empecé a enseñar catequesis a los niños que se preparaban para la primera comunión. Los domingos iba a ayudar a las Hermanitas de la residencia de ancianos desamparados a cantar en la misa y a repartir la comida y me gustaba dialogar amigablemente con los ancianos que en confianza me llamaban “Chelo”. Dios iba obrando en mi vida y poco a poco me descubría nuevos horizontes. Empecé a sentir la necesidad de un director espiritual que me guiara y me orientara en mi búsqueda del querer de Dios y me dirigí al P. Gaudencio Delgado, Pasionista, al cual agradezco de todo corazón todo lo que me ayudó. Mientras tanto mi vida trascurría normal. Aparentemente todo seguía igual, pero algo había cambiado. Empecé a seguir un horario organizado donde había sitio para todo: estudio, apostolado, musica, deporte, diversión, oración… A mi madre le empecé a pedir los libros espirituales que ella solía leer en su habitación: La muchacha en oración, Darse, Almas totales, El hermano Rafael, Ejemplos de Santidad…Fueron estas lecturas las que me ayudaron mucho a fortificarme en mi decisión de entregarme al Señor. Un día descubrí un libro que me llamó la atención. Mi madre lo tenía más a la mano y se veía más usado que los demás. Era un pequeño breviario de la Liturgia de las Horas. Comprendí que ella solía rezar todos los días laudes, vísperas y completas y me decidí a hacerlo yo también. Desde ese momento las dos compartimos el mismo breviario. Era estupendo sentirme tan unida a mi madre en un mismo ideal: sevir ante todo a Dios. Comprendí entonces que toda su vitalidad apostólica nacía de su vida de oración. Todas las semanas iba al convento de las Mínimas para hablar con las Monjas para que me orientaran en mi camino y me empezaran a instruir en la vida mínima de San Francisco de Paula, el santo de la Caridad, humilde y penitente. Me dieron entonces el libro de Sor Consuelo. Fue el toque final. Todas las dudas se desvanecieron, las dificultades desaparecieron. Todas mis ambiciones de poder llegar a todos: niños, ancianos, enfermos, marginados… encontraron la solución: Con la oración y el sacrificio llegaría a todos sin excepción. Sí, entregaría a Dios toda mi vida en la clausura de las Monjas Mínimas. Me encomendé con todas mis fuerzas a Sor Consuelo porque la verdad es que me costaba renunciar a mi mundillo, a los proyectos que me había forjado sobre el futuro de mi vida y encerrarme entre “cuatro paredes” me parecía un poco dificilillo… Casi todos los días iba a visitarla a la capilla de las Mínimas y si estaba cerrado me asomaba por la ventana y le susurraba:
“Si tú lo has conseguido también yo lo conseguiré… Pide por mí, sor Consuelo, pronto seguiré tus pasos”.
Decidí decírselo a mis padres después de las fiestas de navidad. Era el día 9 de Enero. Como siempre cuando mi padre llegó a casa cansado del trabajo nos dirijimos con él a rezar a la Virgen la acostumbrada “Salve”, en una gruta de Lourdes que había en un ángulo del jardín. Después de haber visto la película de la noche me quedé a solas con los dos y les comuniqué mi decisión. “¿Estás segura?” –me dijeron-. “Sí, respondí, estoy más que segura”. Entonces me dieron su bendición y me animaron a seguir adelante: “si es la voluntad de Dios, hija mía, no hay nada más que hablar”. Ellos estarían conmigo y me ayudarían en todo lo que hiciera falta. “Has sabido elegir me dijeron ¿cuándo te vas?”. El día 2 de Abril, fiesta de San Francisco de Paula, les contesté. Y comenzaron los preparativos para la gran aventura… Tenía entonces 18 años. Con gran dolor de corazón vivimos juntos los últimos días, pero con una gran alegría espiritual. Decía adiós a tantas cosas que hasta entonces eran mi todo… y abrazaba otras que en adelante supondrían mi TODO, es decir, Jesucristo nuestro Señor, en una vida pobre y austera como la de las Mínimas. Dos años después entró también mi hermana Rocío en el convento. Ahora (desde hace trece años y medio) me encuentro en una nueva fundación en el sur de Italia (Paula), mandada por la comunidad de Daimiel y soy muy feliz. El contexto es bastante pobre y la gente confía mucho en nuestra oración. Hacemos lo que podemos por ayudarla a tener criterios evangélicos para poder afrontar los problemas de cada día. Las personas vienen afligidas y se van consoladas y con ganas de seguir luchando, llenos de esperanza y con una luz nueva en sus vidas. Viniendo como veníamos de Daimiel nos hemos preocupado en dar a conocer a la Venerable Sor Consuelo, fruto de nuestro amado pueblo, y la gente le tiene mucha devoción. El mensaje evangélico de San Francisco de Paula es también muy bien acogido: “Convertíos y haced penitencia, el Reino de Dios está cerca”. Desde aquí animo a todos a vivr el Evangelio como lo hizo Sor Consuelo: sembrando esperanza, creciendo en la fe, y viviendo la caridad. Hay muchas cosas buenas en el mundo y nosotros somos testigos de ello. Hay que darlas a conocer y como diría Sor Consuelo “Hay que gastarse por Cristo”, es decir, hay que poner manos a la obra y trabajar por extender el Reino de Dios aunque nos tengamos que “gastar” un poco. Vale la pena.
M.C.TMonja MinimaConvento Gesù Maria Paola
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