La celebración del V Centenario de la aprobación de nuestra Regla es para nosotras, hijas de san Francisco de Paula, un particular momento de gracia y al mismo tiempo, un acontecimiento por el que no nos cansamos de dar gracias a Dios. Realmente, nunca podremos agradecérselo adecuadamente, porque sus dones y su benevolencia para con nosotras han sido realmente grandes.
La importancia que reviste para nosotras esta celebración es mayor al tratarse no de una sola celebración, sino de tres grandes centenarios juntos.
Sí, no se trata de una exageración. El Centenario que celebramos es realmente triple, porque la aprobación de la Regla es el primer acto pontificio de aceptación y aprobación del movimiento femenino que sigue a san Francisco de Paula. Por lo tanto, se trata al mismo tiempo de la aprobación pontificia de la Segunda Orden de los Mínimos y de la aprobación de su Regla, una Regla propia ideada por el Fundador y por él presentada al Sumo Pontífice para ser aprobada junto a la de los Frailes (I Orden) y la de los Terciarios (III Orden). Además estas fechas se entrecruzan por un particular designio de Dios, con el centenario de la muerte del mismo Fundador, el cual, presentadas sus Reglas al papa Julio II, llegó a saber que habían sido aprobadas pero fue llamado a la Casa del Padre, el día 2 de abril del 1507, antes de que las Bulas pontificias hubiesen podido llegar al convento de Plessis-le-Tours, donde vivía el Santo. Por lo tanto, podemos decir ciertamente que la Regla, nuestra santa Regla, es para nosotras, el resumen de la experiencia y de las enseñanzas de un maestro, pero sobre todo, es la última voluntad y el testamento de vida de un padre que tanto nos ha amado y por el cual, todas las generaciones de Mínimas que se han ido sucediendo a lo largo de 500 años, han sentido y alimentado ardentísima veneración y afecto filial, además de estímulo para la imitación de sus eximias virtudes.
Las Monjas Mínimas: 500 años de servicio a la Iglesia
Con la aprobación de una Regla propia para las “Hermanas” de la Orden de los Mínimos de Fray Francisco de Paula, el Sumo Pontífice Julio II reconocía, de lleno, la existencia, la identidad y la legitimidad de un movimiento femenino de penitencia según el estilo y las enseñanzas de Fray francisco, dando así feliz termino a un largo proceso iniciado hacía casi quince años.
La Regla de las Mínimas: propuesta de vida orante y penitente
Nuestra Regla es un breve tratado que contiene, en el estilo de esencialidad característico del Fundador, las líneas maestras de una propuesta evangélica de vida orante y penitente. Las Mínimas “hacen penitencia”, o sea, viven profundamente el proceso evangélico de ir dando muerte al hombre viejo para que se vaya transformando en el Hombre nuevo, asemejándose a Cristo, imitándole, conformándose a Él y colaborando en su obra redentora mediante el ofrecimiento de la propia vida de penitencia cuaresmal por la salvación de todos. Así, mediante la práctica fiel de los votos de castidad, pobreza, obediencia y vida cuaresmal, pretenden ser testigos de Cristo que nos ha amado hasta el final y ha mostrado su amor al hombre cargando sobre sí nuestro sufrimiento y soportándolos con paciencia por nuestra salvación. La vida de la Mínima transcurre, por lo tanto sumergida en el misterio pascual de Cristo, compartiendo su muerte con la segura esperanza de compartir también su resurrección y anticipando ya desde ahora la comunión eterna con el Señor en el diálogo ininterrumpido de la oración “pura y asidua”.
La Regla de las Mínimas, testamento de vida
San Francisco, cuando estaba para dejar esta vida, recomendó insistentemente a los suyos la fiel observancia de la Regla. Esta fue su última recomendación, su última voluntad. La Regla, en su redacción definitiva ya estaba aprobada pero sería entregada a la Orden solo después de su muerte. Como un testamento espiritual, llena de resonancias y de fuertes emociones. Por eso precisamente la Regla debe ser leída teniendo presente la forma de vida, las palabras, las enseñanzas, los ejemplo del Padre; no como letra muerta, sino como palabra viva, que tiene que ser interpretada siempre con referencia a su persona, como la quintaesencia de su experiencia y de su vida espiritual, el mayor tesoro que podía habernos dejado como herencia.