Espino de Viernes Santo
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ESPINO DE VIERNES SANTO
En el rincón de un recinto donde la pena moraba y a muerte todo sabía, crecía un espino punzante que sin vida parecía, olvidado simplemente. Ni primavera alfombrada a cortejarlo venía, y en los inviernos crueles, el hielo y la nieve fría al posarse en su ramaje más abrupto lo volvían. Sin embargo aquella noche, castigadas las estrellas por los rumores de burlas, de sollozos y dolor, vio al espino retorcerse en manos de un segador. Con destreza de artesano trenzó el espino cortado y, mientras bullía en su mente, el fin para el que lo hiciera, sangre le dejó en las manos, porque el herir es su esencia. Nunca tuvo aquel espino ambición más elevada que secarse en su rincón sin tan siquiera servir para el fuego reavivar, si tocarlo ya es sufrir. Ni aspirar que lo pensaran para alguna utilidad, si en él todo era reprochable: sin belleza ni color, sin flor o fruto sabroso, sin jardinero ni amor. Trenzado sin gran cuidado, tomó forma de corona. Seca y afilada espina como una joya lucía, ignorando qué cabeza este trofeo merecía. Las manos que lo trenzaran, con sarcasmo y arrogancia, al grito de : “¡salve, rey!” lo incrustaron con bravura en una cabeza humana sin figura ni hermosura. Las espinas temblorosas, al contacto de esa frente, sintieron que se hacían carne del hombre que las tomaba y su sabia, hecha calor, con su sangre se mezclaba. Despreciado en un jardín, aquel espino sin gloria parte formó de la historia de la Pasión del Señor, como sagrada reliquia que la Iglesia veneró. Señor que bien me conoces, yo espino me sé también, dame, en tu misericordia, cambiar espinas de hiel, por tu presencia divina, que troca males en bien. Dame sentir en mi vida la grandeza de tu amor, que al perdonar mi pecado tanto dolor te costó y el arropar mi miseria de espinas te coronó.
RM de Daimiel
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