DOMINGO XXXII
Si alguien pudiera expresar lo que supone para su corazón el sentirse amado en plenitud, me gustaría saberlo y dialogar sin descanso compartiendo lo que en el fondo todos anhelamos alcanzar, como dice el salmo: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. ¡Cómo no agradecer tanta riqueza derramada en nuestro corazón! Sí, hermanos, como siempre la Palabra de este domingo nos enriquece sobremanera: ¿Quién no desea tener sabiduría de corazón? Pues ánimo, porque fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan. ¿Y qué decir del evangelio? ¡Estamos invitados a una boda, preparémonos! Porque… Llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas. Nos espera el abrazo eterno del Padre, que nos quiere desposar con el Hijo Amado. Nos dice San Pablo: “A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él… y estaremos siempre con el Señor”. Esta es la gran fiesta: EL ENCUENTRO PERSONAL CON JESÚS, que comienza aquí en la tierra y que perdura en la eternidad. Un encuentro que nos abre a la fraternidad. Es el corazón ardiente de la Iglesia, quien mantiene su lámpara encendida para que a todos llegue esta claridad sin par. Éste es mi deseo: acoger lenta, paciente y amorosamente, hasta el fondo del alma cada una de las palabras que hoy reflexionamos en la Eucaristía, como una confidencia brotada del corazón, iluminado por el Espíritu que nos habita, y que nos lleva a ese ENCUENTRO, a ese vivir a la sombra del Amado, para exultar y proclamar con el salmista: Tu gracia vale más que la vida y a la sombra de tus alas canto con júbilo. San Columbano, abad, expresa así mi GRAN DESEO: ¡Ojalá mi lámpara ardiera sin cesar en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante. Señor Jesucristo, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo; y de ti, que eres la Luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.
Sor Rocío de Jesús. Daimiel
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